MONOS, MIMOS, BANANAS Y HELICÓPTEROS
No había forma de eludir esa cita a pesar del descalabro que se vivía por esos días, ninguna excusa era válida. A las seis de la tarde tendría que ir al ensayo de la representación para la fiesta de fin de año del jardín.
Escribe: Beatriz Blanco
No había forma de eludir esa cita a pesar del descalabro que se vivía por esos días, ninguna excusa era válida. A las seis de la tarde tendría que ir al ensayo de la representación para la fiesta de fin de año del jardín de mi hija María. Arriba del escenario habría un mago en un circo que haría aparecer a las bailarinas, al mimo, los monos, algunos payasos y hasta un león. Todos saldrían de una gran galera, a la que le faltaban pocos retoques. Los padres habíamos acordado reunirnos en el teatro Okinawense y así debía ser
En la ciudad de Buenos Aires el calor todavía no era agobiante a pesar de estar a mediados de diciembre. Antes de ir al ensayo tenía que pasar por el centro para entrevistar a un testigo fundamental de una biografía que tenía entre manos. Su testimonio me permitiría terminar el libro que esperaban desde la editorial hacía meses. No podía faltar.
Mi grabador ya estaba con pilas nuevas en la cartera. Con un jean y una camisa estaría bien. Los aros azules combinaban perfectamente con esa ropa. Mientras trataba de sujetarlos en las orejas daba un vistazo a las últimas imágenes del televisor. Hombres, mujeres, muchachos delgados y fibrosos, castaños y morochos, ágiles, rápidos entraban y salían de los comercios en el Gran Buenos Aires. Forzaban las persianas y las dejaban plegadas como cartón sobre la vereda. Un chino lloraba como un niño, impotente en la puerta de su pequeño supermercado totalmente vaciado.
La última imagen que registré antes de salir a la calle fue un pedazo de costillar tironeado entre uno de esos muchachos fibrosos y flacuchos y un policía que defendía la presa con poca convicción. Tras ellos, en segundo plano, se veía salir de la carnicería a vecinos corriendo con achuras y trozos informes de carne en sus manos.
El micro en el que viajaba transitaba por calles vacías y comercios con persianas bajas. Ya un peso no valía un dólar. Los pasajeros comentaban los últimos sucesos, temían que en poco tiempo llegaran los hambrientos, los desclasados, los desocupados, los desesperados -los “des”, los “sin” clase, sin trabajo, sin esperanza- del Gran Buenos Aires y arrasaran con todo. ¿Otra vez el 17 de octubre de 1945? ¿Otra vez, la imagen del “aluvión zoológico” con la que identificó la oligarquía vacuna de esos años, a los trabajadores del Gran Buenos Aires venidos a la ciudad? Entonces la historia es circular, como dicen los chinos.
Llegué a Callao y Av. Corrientes. Las dos avenidas se mostraban desiertas y silenciosas como un domingo, pero era miércoles, miércoles 19 de diciembre. Adentro de la confitería Ópera parecía que había llegado la noche, todas las persianas estaban cerradas. Entré sintiéndome un personaje clandestino. En el enorme salón sólo había mesas vacías y mudas, un clima muy diferente al parloteo que sobrevuela el ambiente en días comunes. La excepción era una junto a la ventana donde esperaba mi entrevistado. La charla no fue muy sustanciosa. Poco pudo agregar a lo dicho dos meses atrás el consejero académico radical en los ‘60. Afuera la historia continuaba rodando. Le comenté mi desconcierto sobre el clima político en las calles. No le dio mucho crédito al miedo de la gente ni a las persianas bajas. Ladeó la cabeza y comentó “No creo que sea para tanto”.
Poco después llegó Juan, mi hijo, hasta la mesa de Ópera. Habíamos arreglado ir juntos al ensayo porque él también participaría de la obra. Me extrañó que con sus trece años se ofreciera a actuar en la fiesta del jardín de infantes de su hermana, por eso del miedo al ridículo de los adolescentes. Pero allí estaba dispuesto a convertirse en mono. El traje ya estaba alquilado, era marrón, peludo y para peor caluroso. Sólo faltaba comprar una banana de plástico en una casa de cotillón del barrio de Once.
Nos despedimos del entrevistado en Opera y caminamos por Lavalle, también desierta. Encontramos uno de los pocos negocios abiertos que vendía cotillón, y además tenía bananas de plástico que se agitaban y hacían ruidito de cascabeles. Todo un hallazgo. Allí estábamos, rodeados de máscaras -grotescas, feroces o sarcásticas- que colgaban de los estantes como en un tren fantasma, junto a guirnaldas y papel picado, cuando retumbó la noticia desde una radio en el fondo del local: se estaba por declarar el “estado de sitio”. El presidente Fernando de La Rúa estaba considerando sitiarnos, pensé. Pagamos la famosa banana y emprendimos viaje hacia el teatro.
Juan subió al micro desconcertado.
-¿Y qué significa mamá que estemos en “estado de sitio”? ¿Por qué declararon el estado de sitio? ¿Qué nos puede pasar?
Los ojos oscuros, que estaban dejando de ser los de un niño, se movían de un costado al otro, sin ver. Un hombre que estaba parado al lado de nuestro asiento le quiso explicar -¡No pasa nada pibe! El estado de sitio está previsto en la Constitución.
Finalmente, llegamos al teatro en Av. San Juan y Av. Jujuy a esos de las cinco de la tarde. Idéntico panorama que en el centro, calles despobladas y silenciosas. Ya habían llegado el mago y la bailarina, sumados al mono y al mimo -que era yo-, pero no alcanzaba para empezar el ensayo, faltaban los payasos. Nos mirábamos con los otros padres al pie del escenario, mientras hacían la prueba de sonido. Y sí, todos fuimos “por si acaso”.
Nadie tenía certezas sobre lo que se estaba cocinando en las calles y en el país. Cada uno comentaba lo que estaba ocurriendo sin atinar a dar una explicación. Pero todos sabíamos que ya un peso no valía un dólar. La convertibilidad se había esfumado. Pocos días antes todos habíamos sido víctimas del “corralito”. Nos retuvieron los ahorros en los bancos y hasta el sueldo del mes.
“¿Viste los saqueos en el Gran Buenos Aires?”, comentaba el mago. “¡Y si no hay un peso partido por la mitad!”, chilló el león. “En los últimos dos años se fugaron ciento cuarenta mil millones de dólares y nadie vio nada” apuntó una mamá contadora mientras le probaba una vincha de tul a la bailarina. “Ahora nos dejaron sin un mango. ¡Algún día tenía que explotar!” exclamó el Mago con un dejo de resignación. Aturdidos por la situación, levantamos el ensayo hasta ver cómo venía la mano.
Ya en la calle rumbo a casa, con la banana de plástico haciendo ruidito, Juan volvió a preguntar:
-A vos te debe poner muy mal esto del estado de sitio, vos que lo viviste hace mucho. Te debe traer malos recuerdos ¿No?
-Y sí –contesté lacónicamente, mientras veía desfilar en silencio las caras de compañeros que nunca más veré- es cuestión de esperar, vamos a ver qué pasa.
Llegó la noche. Mientras cenábamos empezaron a sonar las cacerolas en las terrazas vecinas. Tla, clic, tla. El televisor que acompañaba la cena mostraba la explosión de un hormiguero por las calles de la ciudad. Miles de mujeres y hombres de diferentes edades marchaban hacia Plaza de Mayo. La declaración de estado de sitio del presidente a las diez de la noche había encendido la bronca contenida durante varios años. Fue una afrenta de De La Rúa a un pueblo que venía soportando la recesión y la desocupación desde 1997.
Esa noche con Pedro, mi compañero, después de las diez, ya no queríamos quedarnos en casa sino ir a las calles. Pero ¿quién cuidaría a nuestra hija de tres años? El propuso tirar la moneda, a cara o seca. Ganó Pedro y se fue con Juan caminando hacia la Plaza de Mayo, porque al muchachito no hubo Cristo que esa noche lo convenciera de no salir.
Aferrada a María, en el sillón, seguía por televisión las corridas y temblaba ante el estruendo de los gases que envolvían a los manifestantes en una nube viscosa y amenazante frente a la casa de gobierno. Pedro y Juan habían intentado llegar a Plaza de Mayo pero la policía se los impidió. Como el resto de los miles de manifestantes corrieron hacia el Congreso perseguido por la Infantería que había sumado las balas de goma a los gases.
Así Juan, finalmente entró a escena aunque sin traje de mono.
Fue un buen ensayo, todos parecíamos magos con poderes sobrenaturales a base de incertidumbre y bronca que sacábamos de la galera bailarinas, mimos, monos, leones y hasta un presidente que huyó en helicóptero.
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