Brett Hondow / Pixabay

Escribe: Samuel Witteveen Gómez

Publicada originalmente el miércoles 3 de abril del 2024 por CTXT

La historia tiene en ocasiones esa sorprendente capacidad de revelarnos las corrientes sin nombre que fluyen bajo hechos sobradamente conocidos. Por ello poco importa que el tema en cuestión se haya discutido hasta la saciedad si lo que tenemos ante nosotros es una genealogía donde los autores se esmeran en dibujar un mapa por donde casi todos los actores principales del último medio siglo acaban desfilando. Es lo que han logrado Anton Jäger y Daniel Zamora en Welfare for Markets (Bienestar para los mercados), una “historia global de la renta básica”, embutida en un compactísimo volumen que la Universidad de Chicago ha publicado en tapa gruesa.

Aun sin juntar una palabra más alta que la otra, minucioso y académico en todo momento, el libro deja lucir en las primeras páginas el gesto polémico al que los autores pretenden dar músculo. Y es que no puede ser sino una tácita provocación que Jäger y Zamora inicien su periplo nada menos que con Donald Trump y los 1.200 dólares que su administración ingresó a cada ciudadano estadounidense tras el estallido de la covid. Un pago individual y universal, no sujeto al trabajo ni a ningún otro requisito más que el de ser ciudadano. Esa es la definición de la renta básica y, así vista, los ejemplos aumentan, sobre todo desde la pandemia, lo que indica que el sueño de una redistribución universal quizá no sea tan lejano.

Personajes tan dispares como Elon Musk, Yanis Varoufakis, Mark Zuckerberg y el Pablo Iglesias del primer Podemos han defendido con pasión la renta básica

La lista de adeptos, además, no para de crecer y los autores se preguntan qué une a personajes tan dispares como Elon Musk, Yanis Varoufakis, Mark Zuckerberg, Milton Friedman y el Pablo Iglesias del primer Podemos para que todos ellos hayan defendido con pasión la implantación de una renta básica. Si multimillonarios, socialistas, populistas y gurús se dan la mano precisamente en este punto es que quizá este tema sea un buen filón por donde desentrañar las bases de los actuales consensos.

Las bondades que arguyen los defensores de la renta básica son difíciles de rechazar y ello seguramente explique en parte la popularidad transversal de la que goza la propuesta. El argumento más escuchado, sin duda, es este: en un contexto de transformación tecnológica donde, supuestamente, grandes porciones del mercado laboral van a ser tomadas por las máquinas se deberá divorciar el binomio trabajo-sueldo para sobrevivir a una economía altamente productiva que, sin embargo, empleará a muy pocos. O en palabras del exministro de finanzas griego Varoufakis: “La renta básica será el intento de civilizar el capitalismo una vez la IA destruya la mayoría de los empleos”.

Además, otros nos recuerdan que la renta básica es una gran oportunidad para estrechar la brecha de género y compensar por los trabajos desempeñados en el ámbito del hogar, que carecen de reconocimiento y remuneración. Labores, claro está, que casi siempre han recaído en las mujeres. Un salario incondicional, asimismo, debe mejorar la capacidad negociadora de los trabajadores que no tendrán que aferrarse al explotador de turno sino que gozarán de más libertad para definir sus vidas. La renta básica, por último, debe adelgazar y simplificar la maraña de ayudas y prestaciones sociales, reduciendo todo ello a un único pago, incondicional e idéntico para todos. Y de vez en cuando vemos intentos para poner en marcha este gran experimento. El último ha sido el proyecto piloto impulsado por la Generalitat de Catalunya en el cual 5.000 ciudadanos percibirían un ingreso de 800 euros al mes. Un plan finalmente tumbado por el PSC en el Parlament pero que podría aflorar en futuros pactos.

Ante cualquier crisis o malestar lo que los actuales Gobiernos ofrecen es la billetera

La renta básica de lo que va es de dinero. Contante y sonante. Y esto, se desprende del libro de Jäger y Zamora, es lo más revelador de todo. Pues en vez de reforzar las prestaciones en especie (vivienda pública, educación, sanidad, etc.) observamos que las políticas sociales, del signo que sea, se conciben cada vez más en forma de transferencias, de pagos o subvenciones a ciudadanos y empresas. Los ejemplos son abundantes y se podría llegar a decir que ante cualquier crisis o malestar lo que los actuales gobiernos ofrecen es la billetera.

Piensen si no en algunas de las políticas sociales más sonadas de los últimos años: el Ingreso Mínimo Vital, el Bono de Alquiler Joven, las ayudas al combustible o los ERTE. Medidas todas ellas que sin duda han beneficiado a millones de personas pero que dejan entrever una misma debilidad, patente tanto en España como en los demás países europeos: los gobiernos disponen de mucho dinero que gastar pero son impotentes a lo hora de llevar a cabo soluciones estructurales. Solo les queda buscar el alivio a corto plazo, bombear dinero y esperar que los problemas amainen. Es lo que Jäger y Zamora bautizan en su obra como “el Estado transferente”.

Las raíces de todo ello hay que buscarlas en el siglo pasado. El Estado de Bienestar nace, según los autores, del espíritu utilitarista imperante a comienzos del siglo XX, que abogaba por organizar la sociedad de modo que los beneficios de la riqueza alcancen al mayor número posible de individuos. De ahí las políticas redistributivas en especie tan extendidas a lo largo de gran parte del siglo. Pero lo cierto es que a menudo esta noción de bienestar partía de una idea normativa y limitada de las necesidades humanas: ropa, techo, trabajo, comida. Como si el bienestar se alcanzara con la satisfacción de las necesidades básicas y las aspiraciones de todos los ciudadanos fueran una y la misma.

Un célebre crítico de la concepción utilitarista del bienestar fue el economista Milton Friedman. En su visión, el Estado debe abstenerse de decidir qué fines han de alcanzar los ciudadanos e incentivar los medios para que ellos mismos den forma a su destino. Las políticas sociales no deben ser por tanto un sostén sino la garantía que permite hacer uso de las libertades. Por ello, confrontado con el problema de la pobreza, Friedman rechazó el salario mínimo u otras medidas que a sus ojos perturbaban el correcto funcionamiento del libre mercado y popularizó la idea un “impuesto negativo sobre la renta”, una prestación para garantizar unos ingresos mínimos entre los más desfavorecidos sin necesidad de regular el mercado laboral ni financiar servicios sociales.

En la obra de Friedman se muestra con gran claridad la mutación ideológica que sufre la idea de pobreza: desde una noción de pobreza como necesidades insatisfechas (trabajo, vivienda, educación, salud) se acaba extendiendo la definición de pobreza como simple y llana falta de dinero. Lo que trae consigo, razonan espléndidamente Jäger y Zamora, una “monetización” del bienestar.

Pero más estimulante aún para el lector interesado en la historia de estas transformaciones es que Jäger y Zamora no se limitan a situar el origen de la monetización del bienestar, y por tanto de la renta básica, en la economía neoclásica sino que señalan igualmente el empuje revolucionario y anti-estatista de la escuela de Fráncfort y sus herederos. Especialmente desde la década de 1960, numerosos pensadores de izquierdas impugnan la primacía de la que gozaba el Estado en los planteamientos marxistas y alertan sobre los peligros de la burocracia y los poderes disciplinarios. Se extiende una desconfianza profunda en la izquierda hacia el diseño vertical de la sociedad y por ende hacia ese cóctel de keynesianismo, fordismo y Estado del bienestar que venía vertebrando el siglo XX. Autores como Herbert Marcuse dieron voz al nuevo espíritu y, oponiéndose a los poderes represivos del Estado, depositaron sus esperanzas revolucionarias en la multiplicidad de la vida.

La idea de pobreza como la mera escasez de dinero y el recelo del paternalismo estatal confluyen en las actuales defensas populares de la renta básica. Rutger Bregman, historiador y autor del superventas Utopía para realistas, con ese estilo entre profético y edificante compartido con otros historiadores de brocha gorda como Yuval Noah Harari, acude a numerosos experimentos para convencernos de que la cuestión social debe acometerse con la transferencia directa de dinero. Nos habla por ejemplo de cómo la ciudad de Londres abordó el problema de un grupo de personas sin hogar que solía deambular por los aledaños de la City. Ni comedores, ni albergues ni asistencia social, lo que el ayuntamiento hizo fue darle a cada uno de ellos un cheque de 3.000 libras.

El éxito, según Bregman, fue rotundo. Este ingreso fue el empuje decisivo para que estos beneficiarios retomasen las riendas de su vida y, en ocasiones, lograsen empleo y vivienda estables. Las numerosas razones sociales, psicológicas y personales que pueden llevarte a dormir al raso quedan en el relato de Bregman reducidas al dinero del que uno dispone en su cuenta bancaria. Un pequeño capital con el que partir y empeño de superación parecen desbancar así a todo el conjunto de asistencia y servicios sociales. La razón según el historiador es que a diferencia de los políticos las propias personas “sí saben en qué les conviene gastarse el dinero”.

La libertad a menudo tiene más apariencia de parque y biblioteca que de centro comercial

El dinero es la sustancia abstracta por excelencia y eso, en ocasiones, puede llevarnos a confundirlo con la libertad. Pero lo cierto es que la libertad a menudo tiene más apariencia de parque y biblioteca que de centro comercial. La renta básica, o en palabras de Bregman “la vía capitalista hacia el comunismo”, no desmercantiliza ningún aspecto de la vida. Al contrario. Se trata de “’bienestar ‘para’ y no ‘fuera del mercado”, sentencian Jäger y Zamora.

De especial originalidad y relevancia es el capítulo que los autores de Welfare for Markets dedican al mundo poscolonial. El paradigma de desarrollo en el Sur Global desde las independencias hasta la segunda mitad de los años 1970 fue la industrialización impulsada por los nuevos Estados. La cuestión de la pobreza se entendía en el contexto macroeconómico y la división global del trabajo. Sin embargo, a partir de la segunda mitad de los años 1970, instituciones como el FMI y el Banco Mundial imponen una concepción monetaria del subdesarrollo que culmina en el giro humanitario de los años 1980 con sus estrellas del rock y conciertos caritativos. Las causas estructurales e históricas dan paso a una idea abstracta de la pobreza –vivir con menos de 1 dólar al día– cuya solución se plantea en forma de pagos en vez de transformación económica.

Esto debe explicar por qué es precisamente en el hemisferio sur donde se dan los mayores programas de transferencias a la población. Países como Brasil, Kenia, India o Colombia conceden ingentes prestaciones directas, lo cual lleva a Jäger y Zamora a concluir que las economías en desarrollo son el laboratorio de la “revolución transferente”, que encuentra ahora su camino de vuelta al Norte.

La actual popularidad de la renta básica, capaz de unir en su entusiasmo a socialistas y multimillonarios, surge de los síntomas de la época: la privatización de las necesidades, el desplazamiento del trabajo como fuente de identidad y la desorganización y atomización de la sociedad civil. La genealogía de Jäger y Zamora, al atender a corrientes tan diversas como el neoliberalismo, el autonomismo y el humanitarianismo, tiene la gran virtud de mostrar que el triunfo del mercado como el lugar donde satisfacer las necesidades humanas es un movimiento más profundo que cualquiera de estas ideas. Y tan profundo debe de ser este triunfo que los utopistas de nuestro tiempo sueñan con cheques y transferencias a la cuenta de pago.


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