BIENVENIDOS A LA JUNGLA: MEDIO SIGLO DE ALÍ – FOREMAN EN ZAIRE
Pasaron 50 años de la emblemática pelea en África conocida como Rumble in the jungle (Rugido en la selva). Hubo tres argentinos: Cherquis Bialo, uno de ellos, recordó el momento. Alí-Maradona, dos voces que faltan.
Escribe: Facundo Paredes
Publicada originalmente el 30 de octubre del 2024 por Redacción Rosario / semanario El Eslabón
¡Alí, boma ye… Alí, boma ye! —ruge, arriba, el estadio.
—“Alí, mátalo” —le tradujeron, abajo en los vestuarios mientras lo vendaban, a George Foreman.
Era la madrugada del 30 de octubre de 1974 en Zaire, hoy República Democrática del Congo, en el corazón de África, donde el campeón mundial de los pesos pesados peleó con el retador Muhammad Alí, despojado del título años atrás por negarse a la guerra de Vietnam. Tan favorito era Foreman que Archie Moore, uno de sus entrenadores, rezaba para que no matara a Alí: “Sentía que era muy posible”. También lo temían en el rincón de enfrente. Es que un campeón de los pesados, dice el escritor estadounidense Norman Mailer, “es posiblemente el más aterrador de los asesinos desarmados”. Sin embargo, agrega, “Alí inspiraba amor”.
Para Radio El Mundo de la Argentina relató Manuel Sojit, Corner. “Cada 25 segundos recordaba a Juan Domingo Perón”, muerto meses atrás, rememora Osvaldo Príncipi sobre esa transmisión. También estuvo el Indio Emilio Feres (La Nación), y Ernesto Cherquis Bialo (El Gráfico), el único de los tres que vive para contarla: “Mientras Alí se negó a Vietnam, Foreman paseaba por Wall Street. Alí representaba a los africanos, Foreman a los patrones, a los dueños de la esclavitud”, dice el cronista de gran labia, que maneja como pocos el arte del buen decir, y que se dio el lujo de entrevistar al Bocazas de Louisville en su habitación, mientras armaba las valijas para volver: “Aceptó con la condición de que no interrumpiera la preparación de sus maletas”.
Welcome to the jungle
“Sí, África es mi hogar. Maldita sea América, y lo que América piensa”, grita Alí en el documental Cuando éramos reyes, ganador del Oscar en 1996. El continente al que habían enseñado a odiar Hollywood y medios de comunicación, fue escenario de la considerada pelea del siglo, que pasó a la historia como Rumble in the jungle (La pelea en la selva).
Cuando Alí era pequeño y aún se llamaba Cassius Clay (nombre esclavo que cambió al convertirse al Islam), observó que eran blancos los dueños de propiedades y los funcionarios. “Entonces, ¿qué hacen los negros, papá?”, preguntó. Limpian baños y trabajos forzados. Mientras luchaba en tribunales por volver a pelear (lo habían suspendido en 1967 y despojado de su título por negarse a la guerra), declaró en la revista Black Scholar que “tomé la decisión de ser un negro de los que no se dejan atrapar por los blancos”. Robert Lipsyte, cronista de The New York Times, dirá que esa decisión “fue el momento de Ali”, y que “durante el resto de su vida, la gente iba a amarlo u odiarlo”. Tampoco lo hizo tambalear la condena a 5 años de prisión, aunque nunca se cumplió: “Llevamos 400 años en la cárcel”. Alí buscará “ser negro de otra manera”, a las de Floyd Patterson y Sony Liston, boxeadores negros también ellos, pero más cómodos con el poder, lo mismo que Foreman.
El calor que se sentía en la modesta habitación de hotel de Kinsasa –capital de Zaire donde estaban alojados los periodistas argentinos Cherquis Bialo y Feres– era apenas contrastado por un ventilador de techo, al que nadie se había apiadado de ponerle un poco de aceite para que dejara de hacer ruido. “Más que un sueño –le dice Cherquis a El Eslabón sobre lo que vivió esa noche– era una fábula”.
El dictador Mobutu, gracias a una jugosa bolsa de 10 millones de dólares, se quedó con la pelea. “Los países van a la guerra para que sus nombres aparezcan en los mapas. Y las guerras cuestan mucho más que 10 millones de dólares”, lo justificó Alí.
Una oleada de crímenes a pocas semanas del combate preocupó a Mobutu, que temía dar esa imagen ante los extranjeros: ordenó encarcelar a unas 300 personas en el mismísimo estadio de la pelea (como hará más adelante Pinochet en el Estadio Nacional de Chile), y ejecutó al azar a unas 50. Al resto las liberó para que comentaran.
A diferencia de la popularidad que ganó Alí en Zaire, a Foreman no lo conocían tanto. Algunos hasta pensaban que era blanco. “Yo soy más negro que Alí”, se defendía. “Era un negro de alma blanca que se había vendido al establishment”, lo define Cherquis. Para colmo, como estrategia para infundir más temor de lo que de por sí hacían sus golpes, George bajó del avión con un Pastor Alemán, al que luego en conferencia sentó en la falda. La actitud ofendió a los locales, que asociaban ese animal a los perros policías del reinado belga, viejos ocupantes del territorio.
Un periodista le dijo que su retador iba a usar parte del dinero para construir un hospital: “Debía creer que podría terminar en el hospital”. Un dejo de naturalidad luchó por encontrar un lugar en sus gestos. Pero quien se desenvolvía mejor en esas circunstancias era Alí, al que no le hacía falta forzar simpatías. Antes del duelo, le leyó un poema a la prensa:
Tengo un golpe uno-dos magnífico
El uno pega mucho, pero el dos es terrorífico
El baile de la derecha
En su campo de entrenamiento de Deer Lake, Pensilvania –conocido por las rocas escritas con los nombres de sus rivales– Alí se dejaba pegar por su sparring. Se entrenaba más en recibir golpes que en darlos. Los tres años de inactividad (por la suspensión entre 1967-70), que podrían haber sido, quizá, los de su esplendor, habían hecho mella en sus habilidades. Cuando derribó a Liston en el 64, recordó, el golpe había sido tan rápido que el público no lo vio porque justo parpadeó. Pero en octubre del 74 ya no flotaba como una mariposa, ni picaba como una abeja, su viejo lema. Ahora prometía “bailar”.
Sin embargo, apenas sonó la campana en la madrugada de Zaire (y en la mañana en las TV de EEUU) Alí sorprendió a su rival. “Jamás se imaginó que yo podría pegarle. Lo engañé como a un niño porque toda mi publicidad estuvo en que yo bailaría”, le dijo después a Robinson (el pseudónimo de Cherquis).
Contra lo que recomienda el manual, empezó a pegar con la derecha, la mano más fuerte pero a la vez la más alejada de su rival, la que más tramo debe recorrer. Eso en el primer round, que suele usarse menos para pelear que para estudiar al rival. Ofendido, Foreman contraatacó con furia. Parecía el final.
Minutos antes del combate y sin que lo notaran las autoridades, Angelo Dundee, entrenador de Alí, subió al ring con una llave inglesa y aflojó las cuerdas. Sobre ellas se recostó su púgil. La otra parte del plan estaba en marcha. “No golpeas tan fuerte como creía”, decía Alí al oído de Foreman. “Mientras le hablaba –contó luego– me daba cuenta de que él se desesperaba. Y que caía con facilidad en la histeria”.
Pero Alí asimilaba los golpes con mayor rapidez que otros boxeadores. Los antebrazos como escudo, como barrotes de una celda en la que Foreman quería entrar, aún sin saber que, aunque parecía lo contrario, el que estaba atrapado era él. Alí escondió la cabeza como lo hacen las tortugas dentro de su caparazón ante un peligro inminente. Lo tenía contra las cuerdas, de manera literal. Pero la metáfora no se cumplirá. Desde el quinto asalto, considerado entre los mejores de la historia, empezó a salir. “¿Qué es la genialidad sino el equilibrio al borde de lo imposible?”, escribió Mailer en su libro The fight (La pelea, aunque traducido como El combate).
A poco de terminar el octavo, llegó el nocaut. “No gané ni con la derecha del octavo round ni con mis combinaciones perfectas de todas las vueltas; gané, estoy seguro, con palabras y esa derecha del primer asalto”.
“Para un artista como Alí –dice Mailer– sería imperdonable estropear la perfección de aquella pelea perdiendo una monótona media hora hasta llegar a una triste y unánime decisión”. Y reflexiona: “Un hermoso final perduraría en la leyenda, mientras que una victoria anodina y sin brillo lo dejaría a medio camino de la leyenda”.
Muhammad Alí recuperó en el ring lo que le habían robado en el escritorio. Foreman se deprimió, se volvió pastor de una iglesia, y dos décadas después, con 45 años, recuperó el cinturón mundial. El boxeo ya era otro.
Si yo fuera Muhammad
“Sin más armas que un par de puños y una boca grande que ningún poderoso pudo silenciar, marcaste un hito en la lucha de los derechos civiles”, subrayó el periodista y escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos. Alí, dice el cronista, descubrió que “la gente no soporta a los charlatanes. Pero siempre los escucha”.
En lo contestatario y provocador, en su posición contra el poder y también en ciertas contradicciones, la leyenda estadounidense se parece mucho a nuestra leyenda, Diego Maradona. En los modales: el Diego a los tiros contra la prensa, el “que la sigan chupando”; Alí y su famosa entrevista con Oriana Falacci, periodista italiana a la que recibió con un eructo. Como el boxeador tuvo, en el libro de Mailer, su The fight; el futbolista tuvo El partido en el libro de Andrés Burgo. Como si cualquier otro dato en esos títulos estuviera demás.
Tanto Alí como Maradona (que este miércoles cumpliría 64 años) faltan. En sus voces comprometidas con su tiempo, seguramente tendrían algo para decir en épocas de Trump y Milei. Ambos eran mucho más que lo que hacían en el cuadrilátero y en la cancha. “Llegué a tenerle cariño a Alí”, le dijo Patterson a David Remnick para su libro Rey del mundo. “Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia”.
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