«Una economía bimonetaria es un zoológico cerrado donde cazan los financistas internacionales que van de una moneda a otra en una bicicleta permanente».

Escribe: Enrique Mario Martìnez

Publicada originalmente el 19 de diciembre del 2023 por Instituto de Producción Popular

Cuando reaparece el discurso reaccionario desde el poder, son sorprendentes dos cosas:

  1. Que vuelve a elegirse el “déficit fiscal”, calificando así al exceso de egresos del sector público por sobre su recaudación por las diversas fuentes, como el responsable de los problemas, en especial la enorme inflación endémica de Argentina.
  2. La facilidad con que los analistas económicos que se dicen heterodoxos y populares se introducen en el marco de análisis reaccionario y discuten desde allí. No se cuestiona la crítica al déficit, sino los caminos por lo que se reduciría. No se cuestiona política y socialmente una posible dolarización, sino su viabilidad técnica. Y así siguiendo, como si se hablara de un mismo sistema de relaciones sociales, solo que gestionado por “malos” o “buenos”.

Dejaremos para futuros lamentos el segundo aspecto, aunque no es menor, y veremos en detalle una explicación del primero, justamente tratando de cubrir, con la mayor humildad, el silencio de voces que podrían resonar con mucha más fuerza.

Como primera aproximación, para entender la insistencia, tomemos nota de la permanente analogía entre el manejo del dinero público y la economía hogareña, con aquello de que nadie puede gastar más de lo que percibe como ingresos, sin endeudarse.

Esa imagen busca vincular las limitaciones de cada ciudadano de a pie, con un gobierno que entre sus facultades constitucionales tiene la de emitir moneda, como herramienta que haga viable las transacciones de cualquier naturaleza. El paralelo no es siquiera forzado.

Es enteramente falso.

La posibilidad de emitir dinero por parte de un gobierno, no es un abuso de poder o una maligna arbitrariedad de alguna naturaleza. Es una necesidad elemental y forma parte de su obligación de gobernar.

Veámoslo por el absurdo. Una comunidad primitiva, que pasó de una cultura recolectora para sobrevivir a una progresiva especialización de trabajos por saberes definidos, debe haber transitado por un período de trueque, para pasar luego a elegir un bien como moneda y a valorizar cada producto en términos de ella.

A lo largo de los siglos, cada Estado asumió la responsabilidad de buscar mejorar la eficiencia del mercado y un elemento básico para eso fue proveer una moneda.

¿Cuánta moneda? Esta pregunta es la que necesita una respuesta adecuada desde hace miles de años, pero apurémonos a señalar que esa respuesta no tiene por qué ser “nada de moneda”.

Depende.

Esencialmente depende del desarrollo de la estructura productiva del país. La masa monetaria debe crecer acompañando el ritmo al que lo hace la producción. Si esa producción crece hacia rubros con mayor tecnología incorporada y por ende, mayor valor de mercado, la oferta de dinero per cápita es lógico que aumente, por la mayor remuneración del trabajo.

Si llega capital del exterior, para ampliar producciones que no se hacían en el país, también corresponde expandir el circulante.

Así en todos los frentes.El Estado y los bancos, creadores de dinero secundario a través del crédito, contribuyen con el circulante necesario, aún cuando exceda los ingresos impositivos presentes. Es seguro que éstos últimos aumentarán y se podrá contar con una secuencia virtuosa, en que la emisión va por delante, pero la recaudación al poco tiempo la alcanza.

¿Cuándo el uso de esta facultad puede dar resultados negativos?

En dos situaciones típicas:

  1. Si se emite para atender gastos corrientes, especialmente salarios, que presionen sobre una demanda de bienes de consumo insuficiente o escasa, causando de tal modo una inflación generalizada.
  2. Si se emite para financiar proyectos de inversión, ya sean de infraestructura o de producción de bienes, que requieran insumos de oferta acotada o rígida, con el mismo efecto inflacionario ya mencionado, porque la demanda supere a la oferta.

Teniendo ambos flancos estudiados y cubiertos, cualquier país debería usar sus facultades soberanas para emitir dinero, aplicado a proyectos concretos de desarrollo, sabiendo que eso contribuye a la mejora de su sociedad.

¿Entonces, por qué tanta insistencia en el equilibrio fiscal?

Para entenderlo hay que recorrer la secuencia lógica al revés: desde las supuestas consecuencias hacia la supuesta causa.

El hecho perturbador, el que tensa a la sociedad y desarma todo el tejido es la inflación.

La causa estructural central, la que genera reacciones en cadena que amplifican el problema, es la falta de divisas derivada de nuestra condición neocolonial.

El saldo positivo del comercio exterior, entre exportaciones e importaciones, es superado largamente por los giros de utilidades y regalías de las corporaciones multinacionales que operan de manera hegemónica en buena parte de la producción y el comercio del mercado interno.

El déficit consiguiente nunca se intentó resolver acotando la participación extranjera en la vida nacional, sino que aquí sí se recurrió alegremente a la deuda externa, a la cual se suma desde hace más de medio siglo el estímulo a tomar el dólar como refugio de valor, con la consiguiente evasión y elusión en toda actividad económica, para generar la paradoja permanente de más de un PBI en paraísos fiscales, mientras las reservas del BCRA tienden a cero.

Una economía bimonetaria es un zoológico cerrado donde cazan los financistas internacionales que van de una moneda a otra en una bicicleta permanente.

Y la deuda crece. Y la fuga crece. Y todo se financiariza.

Y toda empresa con control sobre su sector apela a lo que más a la mano tiene para tomar ventaja de la inestabilidad: la inflación. Y su ejemplo se difunde hasta el peluquero o el plomero. Hay inflación, con ganadores y perdedores. No somos todos perdedores.

Ese es el nudo central del problema macroeconómico argentino, del cual se deduce todo lo demás: la creciente necesidad de asistir a los humildes excluidos; la generación de déficit pernicioso, porque no va a promover inversiones, sino a tapar agujeros.

Se crean vórtices económicos que recaen sobre la solvencia del Estado y la crisis es un panorama diario.

¿Quién vincula la inflación con nuestra condición colonial?

Nadie. Porque a ningún ámbito con fuerte poder económico le interesa asumir ese vínculo. Mientras tanto, los intelectuales locales miran otro canal.

¿Por qué se reitera entonces que la inflación es causada por el “déficit fiscal”?

Porque la mejor forma de asegurar impunidad para quienes se benefician con la inestabilidad es culpar a la expresión superior de la administración comunitaria: el Estado.

De este modo, no solo se garantiza continuar con la rapiña, en las variadas formas que el pueblo argentino ya conoce, sino que además se debilita la capacidad del único instrumento de poder que podría estar al alcance de quienes quieren otra cosa.

De paso, como un subproducto perverso de la operación de manipulación de masas, se allana el camino para ir apropiándose periódicamente de los recursos que se habían identificado y tibiamente comenzado a desarrollar en reemplazo de aquello que nos habían despojado en ciclos anteriores. Hoy, le toca al litio, a las nuevas cuencas petroleras y gasíferas, a la inmensa minería del cobre que está pendiente. Por supuesto a YPF, una vez más.

La enorme dotación de recursos naturales de este país ha terminado siendo una maldición que provoca permanentes mangas de langostas que nos carcomen hasta el alma.

La recuperación de nuestra soberanía es compleja, pero muy posible.

Los dirigentes probos reaparecerán. Surgirán como debe ser: de abajo hacia arriba. Sin embargo, hay una condición que no podemos violar o ignorar: hay que entender el origen de nuestros problemas; delinear las soluciones; combatir de verdad los escenarios falsos que perpetúan la colonia; destruir las mentiras e instalar las simples y reales bases conceptuales que interesan a la comunidad.


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