Escribe: Patrick Stasny para CTXT

La crítica a la crítica de Roberto Bolaño.

Si uno analiza la crítica literaria de forma histórica, se da cuenta principalmente de una cosa: se vuelve cada vez más seria. Durante mucho tiempo, la crítica se redujo a lo que mayormente ha sido siempre: una charla entre amigos. La crítica era pura palabrería, conversación de bar o taberna (a menudo el estadio previo a una trifulca por otros medios), y en ese sentido es revelador que quien es a menudo considerado el mejor crítico de todos los tiempos, Samuel Johnson, aborreciese escribir: su mayor obra fueron las conversaciones que transcribió su amigo Boswell.

Junto a la democratización de los medios de comunicación y la consecuente profesionalización de los críticos, vino la primera fase de su decadencia; se criticaba ya no para provocar o divertir al amigo sino para provocar o divertir a la audiencia de un periódico, algo mucho más sencillo y también más trivial. La profesionalización fue seguida por la institucionalización: los profesores universitarios se volvieron críticos y el resultado fue que los críticos se volvieron profesores universitarios, con lo cual aquella conversación primigenia de bar o taberna adquirió el solemne tono de una clase o conferencia, antitético a toda amistad. Poco después, en un acto de reacción contra la autoridad de los profesores, la crítica fue tomada por los llamados “teóricos de la literatura”, aquellos para los que hacer crítica es sinónimo a hacer la revolución; es sabido que Robespierre terminó guillotinando a su amigo Danton. Sólo cuando las antorchas de la revolución comenzaban a extinguirse una nueva clase de funcionarios ocupó el vacío de poder. Ahí siguen: repitiendo los gestos de sus predecesores, una y otra vez, en una oficina con luz artificial, sin ruido, con una risa de circunstancias, picando teclas en un escritorio en el que, entre una montaña de papeles, se ve un fichero que reza A…

La crítica fue tomada por los llamados “teóricos de la literatura”

A mí me gusta imaginar que Roberto Bolaño, cuando, a raíz del éxito de sus novelas La literatura nazi en América y Estrella distante, le ofrecieron ser columnista para un periódico de Girona, se puso a reflexionar sobre qué significaba ser crítico en su tiempo, pensó en los profesores, pensó en los periódicos, pensó en su periódico provincial, pensó en las aspiraciones revolucionarias y se echó a reír. Se echó a reír porque entendió la ironía en que la crítica hubiese adquirido pretensiones tan pomposas y solemnes justo en el momento en que la literatura se encaminaba a paso forzado hacia la irrelevancia social, cultural y artística. Creo que eso le debió parecer una gran broma, y que dicha broma le infundió muchas ganas de ser crítico. Y como a Bolaño la literatura le parecía de todo menos irrelevante, se tomó el ejercicio muy en serio, pero en el sentido de que para él era realmente serio no ser serio. Me gusta imaginar que recordó a Boswell charlando con el viejo Johnson en un antiguo pub londinense, que recreó la atmósfera, la lumbre de las velas, las carcajadas de los borrachos, las animadas conversaciones y pensó en recuperar la idea de la crítica como palabrería. Palabrería no en el sentido de decir chorradas o caer en lugares comunes, sino como arte de las palabras, el arte de tomar las palabras propias y de los demás como fin en sí mismo y no como medio para construir arengas pedagógicas o políticas o culturales.

Bolaño también escribía acerca de cuestiones políticas y culturales, pero uno sospecha de que dichas cuestiones fuesen su última meta. Incluso cuando hablaba sobre Chile y del destino tan trágico de su generación, o cuando azotaba a los escritores comerciales a quienes despreciaba –“su único mérito es vender libros”–, se siente que el objetivo último no es tanto la iluminación moral como la literaria. O si se quiere, la iluminación de la moral de la literatura, para la que podía ser un riguroso moralista. Quiero decir que incluso la función combativa del crítico, que tomaba tan seriamente y que tantos desencuentros le ocasionó, parece en estos textos estar subordinada a algo más esencial. Como si por debajo de esa firme voluntad de agitar el panorama de la literatura hispana yaciese el impulso aún mayor de usar esa energía barullera para fines literarios, o sea, para recrear un zafarrancho de combate en una columna de opinión. A mi entender, esto es lo que se percibe en su obra crítica, por encima de toda inclinación didáctica, informativa o incluso combativa: una voluntad irrefrenable de construir personajes interesantes, de contar historias divertidas; se intuye que a Bolaño la “realidad” le aburría, o que al menos no le resultaba suficiente. No creo que le interesase aquello que los ingleses llaman la no-ficción, la etiqueta con la que se designa habitualmente a la crítica literaria. Uno siente que hubiese sido incapaz de ello, que si le hubiesen encargado redactar un manual de instrucciones lo hubiese escrito en el estilo de una novela de piratas.

Vale la pena insistir en que, como crítico, Bolaño no es un inmoralista literario, una especie de acólito de la doctrina del arte por el arte. Me parece que nadie podría pensar eso. Tiene una moral, pero su moral es la de un niño, es decir, la de rebelarse contra los límites. Es un niño que se rebela contra el periodista, contra el profesor, contra el teórico de la literatura, incluso contra la moral. Se rebela pero nunca hace la revolución: se trata de un niño situando sus fronteras. Uno ve eso en “Exilios”, uno de los artículos compilados en la colección Entre paréntesis. En este texto Bolaño toma como tema el exilio y la literatura, un tópico muy frecuentado por la teoría literaria de la segunda mitad del siglo XX, pero ahí donde un teórico hubiese elaborado un comentario abstracto acerca de la pérdida del significado a partir del uso del lenguaje, Bolaño habla del valor. Para Bolaño el exilio es ante todo valor, en el sentido de novela de caballerías o de piratas, y sólo luego viene el valor en el sentido filosófico, en el sentido de ‘los valores’: “El exilio es valor. El exilio real es el valor radical de cada escritor. Llegados a este punto he de decir que, al menos en lo que respecta a la literatura, no creo en el exilio. […] Para algunos escritores exiliarse es abandonar la casa paterna, para otros abandonar el pueblo o la ciudad de la infancia, para otros, más radicalmente, crecer. Hay exilios que duran toda una vida y otros que duran un fin de semana. Bartleby, que prefiere no irse, es un exiliado absoluto, un extraterrestre en el planeta tierra”. Si Bolaño es un crítico moralista, lo es en ese espacio donde se tocan el valor y los valores, o sea, en el punto de encuentro de la ficción aventurera y su sentido vital. Si Bolaño es un crítico maduro, lo es en el punto de encuentro de la perspectiva del adulto, para quien exiliarse es escapar de una brutal dictadura, con la perspectiva del niño, para quien exiliarse es una oportunidad para convertirse en extraterrestre.

Como crítico, Bolaño no es un inmoralista literario, una especie de acólito de la doctrina del arte por el arte

Bolaño, quien en cierto modo se había exiliado de Chile, no creía en el exilio. “Para algunos escritores exiliarse es […], más radicalmente, crecer”. Me parece justo decir que Bolaño nunca creció. Uno lo intuye incluso en los textos en los que despliega su enorme erudición, cuando daba la impresión de haberlo leído todo, cuando más riesgo corría de pasar por un viejo respetable. La erudición de Bolaño no es como la de Borges, modelo más alto de saber literario y referente constante del primero. Si Borges es el profesor que ha superado el simple conocimiento y se ha vuelto un sabio, Bolaño es el alumno que ha desdeñado el simple conocimiento y ha seguido siendo un niño. Con esto no quiero decir que su erudición no sea real, sino que tiene algo de pueril: cuando comenta a los escritores y filósofos que ha leído no parece tanto un literato ilustrado como un crío que colecciona cromos de la liga de fútbol y se jacta de saberlo todo sobre cada jugador, sobre cada partido. Por eso Bolaño puede ser frívolo, o sus travesuras intelectuales delatar las ganas que tenía de impresionar a sus lectores; puede ser incluso irritante, pero siempre resulta encantador, al menos del modo en que un niño travieso resulta encantador. Creo que Borges dice en algún lado que el encanto es lo más importante en un escritor, y que es eso a lo que volvemos cuando hemos olvidado el resto.

Antes he hablado de la crítica como una charla entre amigos. ¿Quiénes eran los amigos de Bolaño? Tenía una cierta complicidad con su audiencia, pues prefería los lectores a los escritores, pero no voy exactamente por aquí. Tampoco es casual que Entre paréntesis esté editada por su amigo Ignacio Echevarría. O que sus novelas estén pobladas por sus amigos, incluyendo al propio Echevarría, quienes a menudo se cuelan en sus ficciones (aunque uno siente que en este caso ‘colarse en la ficción’ no es del todo correcto, que desde el principio el encanto de sus amigos era necesariamente un encanto ficcional, que desde el primer momento los debía ver como personajes literarios). Pero me refiero ahora a sus amigos como crítico, aquellos con quienes quedaba cuando se iba a su pub imaginario, y creo que aquí se puede afirmar que esos amigos eran los textos, autores y personajes que criticaba. Eran amigos en el sentido infantil de la amistad, en el sentido en que los amigos en la infancia son a menudo rivales e incluso enemigos. El poeta y soldado Arquíloco, quien no fue valeroso pero tuvo un gran valor; el aventurero renacentista Alonso de Ercilla; Enrique Vila-Matas, excavador de túneles en la literatura española; Moby Dick;Borges, padre edípico; el personaje tragicómico Mario Santiago; el desdichado Roberto Arlt; el aventurero moderno Rodrigo Rey Rosa; el intermitente Miguel de Cervantes, quien declaró las armas superiores a las letras… Es a la luz de sus encuentros con ellos cuando se revela la amistad de Bolaño, cuando se revela como verdadero crítico.

Creo que en este sentido es justo afirmar que la amistad, que tan fácilmente se confunde con el amor, era lo que dominaba la práctica de Bolaño como comentarista literario y lo que le desmarcaba tanto de los críticos de su generación. Bolaño amaba la literatura, pero no en el sentido general y banal de amar los libros, sino en el sentido de amar lo libresco, de amar aquello que quita la pesada capa de arbitrariedad de la vida, aquello que permite que lo ordinario se convierta en extraordinario. Me parece que este amor es lo que está detrás de la energía que le impedía ser un crítico convencional, uno más de los funcionarios de la literatura que llenan nuestros periódicos y revistas.

Un último apunte. Antes notaba que Bolaño convierte sus críticas en ejercicios literarios, en zafarranchos de combate, excursiones caballerescas, travesuras infantiles. Creo que si uno toma esta premisa seriamente, es casi imposible no llegar a la conclusión de que la verdadera obra crítica de Bolaño son sus novelas. Es ahí donde figuran más poderosamente los amigos que describía antes, aunque no aparezcan nombrados explícitamente en los textos. Es ahí donde su conversación con la tradición, donde su erudición adquiere su forma más auténtica. En el “Discurso de Caracas”, una pieza que leyó tras ganar el Premio Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes, Bolaño declaró que “todo lo que he escrito es una carta de amor o despedida a mi propia generación”. Tratándose de alguien que se pasó la vida conversando con los muertos al menos tanto como con los vivos, igual que Boswell y Johnson en ese antiguo pub, uno se pregunta qué quiso decir realmente con “mi propia generación”. Pero este ya es un tema para otra ocasión…

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Este ensayo es una de las contribuciones a ¿Qué hay detrás de la ventana? Letra/Imagen/Música/Arte x Roberto Bolaño, que se publica estos días en Fondo de Cultura Económica, al cuidado de Nibaldo Acero y Carvacho Alfaro. 


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