«Uno de los mitos de los politólogos y juristas de derecha es la afirmación de que el contrato es el fruto de la libertad. Por el contrario, nadie contrata con otro si no es por deseo o por necesidad».

Escribe: Enrique Arias Gibert (*)

1 – El consenso y el acuerdo

El consenso suele utilizarse cada vez más como sinónimo de conducta democrática o tolerante. Quien está en el marco del consenso pertenece a la civilización, es uno de los nuestros. Por el contrario, quien se encuentra fuera del marco conceptual del consenso, sería el bárbaro el incivilizado o, usando una terminología que pretende ponerse de moda, un terrorista.

El consenso (el sentido de todos, el cum sensus), presupone una sociedad sin conflictos, pues estos han sido saldados por el hecho del consenso. Quien conjeturalmente se oponga a este consenso social se encontraría por el hecho de esta misma oposición por fuera de la sociedad misma. Por tanto, ese sentido conjunto, construye una totalidad excluyente. Fuera de él está la exclusión.

La palabra consenso, remite a la palabra del Uno y por ello ha sido el vocablo central de los regímenes de la dictadura y el absolutismo. La dictadura genocida de 1976-1983 invocaba como fuente de su poder el consenso de la sociedad argentina. Es que el consenso remite necesariamente a lo Uno, al que lo plural se sacrifica. Fuera de él, aparece la irracionalidad (en tanto opuesta a la racionalidad que se presupone Una). Por eso Thatcher hablaba del único camino.

Por el contrario, una sociedad plural presupone una sociedad para la cual el disenso es consustancial. No puede haber sentido único pues de lo que se trata es construir acuerdos para tramitar las diferencias. El acuerdo, mantiene la diversidad de sentidos y se asienta sobre la mutua conveniencia de quienes acuerdan. Por supuesto, la validez del acuerdo está sostenida en la persistencia del interés que llevó al pacto. Todo contrato es un acto de cooperación, pero no una cooperación entre ángeles que acuerdan según su libre albedrío o por un acto gratuito. Es la cooperación de seres situados, sexuados y mortales para los cuales el contrato no es el punto de partida de las obligaciones sino un punto de llegada al que se arriba desde posiciones sociales de desigualdad. En rigor, no se llega al contrato por libertad sino por necesidad. Se contrata porque se necesita del otro.

En la relación de trabajo, por ejemplo, el trabajador trabaja porque, en tanto viviente, acostumbra morirse si no come. La realidad humana no es la realidad de los ángeles sino relaciones de mortales sexuados, capaces de afecto y susceptibles de pasión. Por eso, más lejos o más cerca, se encuentra la elección letal que propone el bandido cuando exige la bolsa o la vida.

Del otro lado, también el empleador contrata porque necesita del trabajo del trabajador. De allí la falacia de que los empleadores contratarían más con salarios más bajos en una extraña interpretación de la ley de la oferta y la demanda. Un empleador no contrata más trabajadores porque se encuentren baratos en el mercado. Hay una diferencia entre contratar trabajadores y comprar caramelos. El empleador necesita al trabajador en tanto insumo de producción y no como objeto de placer. Por tanto, no es la disminución del valor del salario la que va a incrementar la contratación de trabajadores, sino la demanda de productos en la economía real.

Las empresas que se funden por un juicio laboral es otro mito del gorilismo nativo, como los asados con el parquet de las casas que entregaba el gobierno peronista (si algo sabía un trabajador de esa época es que la madera con alquitrán le da mal sabor al asado y, por otra parte, las viviendas sociales no tenían piso de parquet sino de baldosas). No es la legislación laboral la que lleva a la quiebra a las PyMEs, sino la falta de demanda de productos en el mercado, en el que la demanda interna, compuesta fundamentalmente por el valor del salario real, es un componente central.

El consenso no presupone el acuerdo. De hecho, tanto el denominado pacto de mayo celebrado en julio, como la invocación del consenso por parte de la dictadura no requirió la deliberación conjunta sino que fue el efecto de una imposición del poder (el consensus que invocaba la dictadura consistía en la disminución de las manifestaciones y huelgas convertidas en delitos por los bandos militares).

Por el contrario, la democracia presupone el disenso, que es el resultado de la diversidad de las posiciones sociales que determinan racionalidades diferentes. Ese desencuentro puede saldarse por un acuerdo, pero el acuerdo no niega el disenso que permanece en el acuerdo. Esta es, ni más ni menos que la diferencia entre el teórico del absolutismo, Hobbes y el pensador de la libertad, Spinoza. Para Hobbes, establecido el representante para poner fin al Estado de Naturaleza, nada podía ser disputado. Para Spinoza, la sociedad era el resultado del acuerdo por el cual nadie puede ser obligado a cumplirlo si la amenaza del daño del cumplimiento o las relaciones de fuerza cambiantes demuestran su inconveniencia. Para éste nadie puede renunciar a la vida o a la libertad por pacto alguno.

Para Hobbes, previo al derecho y a la constitución del Estado, el estado de la naturaleza era un estado de guerra, el hombre como lobo del hombre hasta que se constituye el Leviatán al que se entrega toda potestad social para que sea devuelta en forma de Paz.

Si el derecho es paz, el intérprete del derecho debe entender las normas del derecho positivo como inspiradas por la finalidad de paz. En consecuencia, debe interpretarlas de tal modo que asegure la permanencia e inmutabilidad del orden social constituido. Como quienes ocupan los márgenes de la sociedad, los que han sido desplazados de la capacidad de simbolización, son quienes pretenden una mutación de las relaciones sociales, estos son quienes no aman la paz, son violentos. Los amantes de la paz son aquellos que prefieren el mantenimiento de las relaciones sociales establecidas.

Así puede entenderse la opinión de Natalio Grinman, Presidente de la Cámara Empresaria de Comercio y Servicios, que declaró que lo que hay que hacer es dialogar y ser respetuoso, sin acudir a medidas desagradables. Como si las medidas de fuerza o las posiciones relativas de poder no fueran justamente la condición de posibilidad del acuerdo. La beneficencia no construye derechos.

2 – La democracia es el peligro real para el consenso democrático

Cuando un gobierno o una fuerza política hegemónica plantea la idea del consenso de un único camino moral o racional está colocando a los demás sujetos y sus representaciones frente a una encrucijada con variadas alternativas.

Galgano y Marrela (1) expresan lo que para el bloque dominante es el consenso y el único camino. Tras exigir un derecho fundado en los principios útiles para la circulación de capitales, más allá de las constricciones del derecho interno de los estados nacionales y pregonar la superación de la democracia representativa por la “tecnodemocracia” terminan concluyendo: “Debemos volver a pensar en Rousseau y sobre todo en Montesquieu. Este último había escrito: ‘entre el despotismo ilustrado y la democracia prefiero la democracia; pero sólo porque no hay garantías de que el despotismo sea ilustrado’. Ahora, con el advenimiento de la sociedad global, no nos queda más que pensar en los modos y las formas aptos para hacer que el despotismo sea verdaderamente ilustrado”.

Para el pensamiento de derecha, la ilustración del despotismo de los dominantes está fuera de toda duda, incluso más allá de toda evidencia empírica. Para eso requieren el consenso, para no ser meramente una ortodoxia (es decir, reconocer junto a ella una heterodoxia). Consecuentemente, va a pretender el desplazamiento de lo político para asegurar una mayor esfera de actuación de quienes detentan el poder económico del capital: “El ejemplo más llamativo en las sociedades nacionales es la ventaja de las autoridades tecnocrátas sobre las autoridades políticas, más aptas para dialogar entre sí en la sociedad global. Los hombres más poderosos de la tierra son hoy, probablemente, los gobernantes de los bancos centrales, que en las respectivas sociedades nacionales son pura tecnocracia, desprovistos de investidura popular. Como también están desprovistos de ella los cuerpos judiciales tampoco electivos y sin embargo dispuestos a asumir deberes de adecuación del derecho a cambios de la realidad, que en el pasado se consideraban reservados a la sede política. También a este respecto se puede repetir que las autoridades políticas retroceden frente a las autoridades tecnócratas” (Galgano y Marrela). Pretenden considerar los hechos sociales y la tecnocracia como neutras frente a los conflictos sociales. De hecho, las personas con más poder no son los presidentes de los Bancos Centrales, sino los directivos de las grandes corporaciones financieras de los que los primeros no son más que mandatarios.

Para la derecha “El funcionamiento efectivo del sistema político democrático requiere habitualmente una cierta medida de apatía y de no participación de algunos individuos y grupos… Esta marginación de algunos grupos es antidemocrática por naturaleza, pero ella también es uno de los factores que permite a la democracia funcionar efectivamente… ante el peligro de sobrecargar el sistema de exigencias que extiendan sus funciones y socaven su autoridad” (Galgano y Marrela). El peligro son los otros, los que no son personas, los negros, los grupos sociales marginados, los sindicatos más o menos influenciados por los marxistas e incluso en la ONU las naciones recientemente descolonizadas. En definitiva, lo que la democracia dice de sí misma, es el peligro para el “consenso democrático”.

Es que la democracia de consenso es exactamente un método de exclusión del poder popular (demos, pueblo; kratos, poder). Una democracia sin democracia.

3 – No se llega al contrato por libertad sino por necesidad

Uno de los mitos de los politólogos y juristas de derecha es la afirmación de que el contrato es el fruto de la libertad. Por el contrario, nadie contrata con otro si no es por deseo o por necesidad. El contrato es un acto de cooperación social entre seres en falta. Yo contrato porque necesito o deseo algo de otro. Por esa razón, es posible hacer un pacto con el diablo, porque éste necesita o desea nuestra alma. Pero si Dios fuera realmente todopoderoso y pleno no podría hacer contrato o pacto, porque no necesitaría nada de humano o pueblo alguno.

El arte de quienes tienen poder consiste en presentar sus deseos subjetivos o de facción como necesidades objetivas.

El linchamiento por las redes antisociales, los medios de incomunicación hegemónica y la exhibición obscena de la fuerza y la arbitrariedad (como fue el caso de las detenciones masivas y arbitrarias durante la manifestación de las creencias garantizada por el artículo 18.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de jerarquía constitucional en ocasión del tratamiento de la ley bases) son justamente el instrumento de la creación del miedo.

Cada vez que se invoca un único camino en una sociedad compleja (que precisamente determina caminos infinitos), lo que se está pretendiendo es hacer elegir a una sociedad entre nosotros o el abismo. Nada hay mas terrorífico que lo ominoso, lo que se mantiene en las sombras sin aparecer en escena.

Esa es la función del uso indiscriminado de lo que no se nombra, de lo que se sospecha, lo que todos creemos que configura al contendor social o político como una sombra, el uso indiscriminado de delitos que no lo son, justamente por la falta de tipificación de la acción, como el “delito de corrupción” o la pérdida del nombre de “Esa Mujer”, la yegua, la casquivana, la chorra, reduciendo su feminidad, especialmente por el hecho de serlo a la condición fantasmal con la que el machismo y la chabacanería sostiene la exigencia de un cuerpo mudo, que no es sólo el de la mujer, sino el de los trabajadores, los humildes, los excluidos del hábitat y del pan. De allí que el texto de Rodolfo Walsh siga repicando también sobre quienes en el nombre de un peronismo conservador y retrógado, pretenden hacer de “Esa Mujer” una santa (otra de las formas de reducirla a un espectro) y no el motor que exige del peronismo ser revolucionario o no ser nada.

“Esa mujer” no debe existir porque es simplemente la abanderada de los humildes, de los etiquetados como ignorantes, depravados, que por expresar un interés diverso merecen ser estigmatizados. Apostando a la invisibilidad de esos cuerpos que hablan, la derecha construye las bases de un estado terrorista.

La afirmación de un futuro mejor en lontananza sin la explicación de las causas por las que esta bienaventuranza llegaría, o la promesa más o menos cercana de un tratamiento más favorable en un contexto de arbitrariedad y omnipotencia de quienes detentan el poder, son formas de apelación a la esperanza.

Por ese camino hemos visto desfilar la indignidad de personajes electos para un proyecto diferente, mendigando conjeturales ventajas futuras. Ese espectáculo hace recordar el comienzo de Aullido de Allen Guingsberg: “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos, muertos de hambre, arrastrándose por las calles, negros al amanecer, buscando una dosis colérica”.

Recordando a Spinoza, el arte de los tiranos para dominar a los pueblos consiste en insuflarles el miedo y la esperanza (metus et spes).

4 – El poder no es una cosa sino una relación

El espectáculo de la genuflexión pretende justificarse mediante la atribución del poder al dominante. Como si el poder fuera una cosa que el dominante tiene. Lo que se olvida es que el poder no es una cosa sino una relación. Como señalaba Lacan, tan loco como un loco que se crea rey, es un rey que se crea rey.

El supuesto realismo posibilista (la política como arte de lo posible) tiene como presupuesto la fantasía de que el poder sea una cosa. Aceptar lo socialmente existente como inamovible, conduce necesariamente a la humillación y a la canallada, que son las virtudes que se siguen del miedo y la esperanza.

La conducción política es, parafraseando a Brecht, el arte de disolver un Pueblo para fundar otro, es decir, de hacer posible lo imposible. Eso fue Evita, Fidel, Chávez y Néstor. Es también el sueño improbable de Milei.

Los lugares simbólicos de enunciación se construyen también a partir de las creencias y las respuestas de los demás intervinientes en las interacciones sociales. Por otra parte, si bien la atribución de poder es una atribución imaginaria, ello no implica que a las prácticas dentro del sistema no se apliquen las reglas como si fueran una ley física.

Por eso es suicida actuar como si la distribución imaginaria de los cuerpos sociales pudiera ignorarse. Por otra parte, tampoco nada se va a lograr demostrando no ser desagradable y dialogando. Cuando los intereses son antagónicos o contrapuestos, hablar sin poner en juego la fuerza y la existencia desagradables de nosotros los otros es hablar para decir nada. Situación cómoda en la que se encuentran muchos representantes de lo popular que, al sentarse con los dominantes o los que sin serlo ejercen una posición de preeminencia, se creen en la cresta de la ola porque los salpica la espuma.

Durante la década del 90 del siglo pasado los laboralistas pretendíamos construir la resistencia desde el sostenimiento de lo existente, defendíamos nuestros propios sueños de eternidad en un momento en que todo lo sólido se desvanecía en el aire. Como los generales franceses de 1940, pusimos el cemento de la línea Maginot en nuestra propia cabeza. Fue lo que también se pretendió plantear frente al macrismo, con la ayuda de nuestra fantasía infantil de lo irreversible.

De lo que se trata de entender es que no hay un mundo de comunicaciones sin fricciones, sin modos de construir el mundo y la lógica determinada desde las posiciones sociales, culturales y políticas. En el fondo, de lo que se trata es de construir el velo fantasmático que esconde lo Real de que la sociedad no existe, tal como señalara Laclau. No hay diálogo sin fricciones que permitan hablar de lógicas equivalentes o teorías de la acción comunicativa. La sociedad se construye en el desencuentro, en el desacuerdo básico (Ranciére).

Pero a pesar de todo, es necesaria la cooperación social, el contrato, al que sólo se arriba conforme a las relaciones de fuerza siempre cambiantes, como resultado del pensamiento y la acción estratégicas sobre las significaciones sociales. Hay acuerdo porque hay lucha, porque hay necesidad y deseos humanos, y no la libertad deliberativa de los querubines.

De lo que se trata, para el campo popular, es de consolidar alianzas y saber que se negocia para conseguir la parte de los sin parte. Que si nosotros contratamos es porque necesitamos del otro y que si el otro negocia es porque también nos necesita.

En el actual contexto es necesario entender que el gobierno de Milei plantea una forma de maoísmo invertido. Si para el maoísmo se trataba de que el militante se moviera entre las masas como pez en el agua, para el actual proyecto de reprimarización de lo que se trata es de dejar el río sin agua, sin industria, sin mercado interno.

Se ha iniciado la ofensiva contra los derechos de los humildes y los trabajadores, contra la Seguridad Social que es el verdadero nombre de los derechos humanos. Mientras tanto, la pequeña y mediana burguesía se niega a preguntarse por quién doblan las campanas. Al capital extractivo concentrado los buenos o malos sueldos le resultan en gran medida indiferentes. Pero sí le interesa desplazar cualquier proyecto de desarrollo del mercado interno porque ello crea demandas sociales sobre el control de las ganancias de las compañías energéticas y extractivas. Este es propiamente un proyecto industricida.

Y lo único que puede dar consistencia a esas demandas de supervivencia es la existencia de un movimiento obrero y de los desposeídos movilizado. Mientras tanto, en ese universo en que Peter Pan se mantiene siempre niño, un zapatero cree que la baja de la demanda es el efecto de un ciclo, de un eterno retorno y no el producto de decisiones y proyectos políticos concretos. Mientras lo escucho, recuerdo a Freud. Su padre estaba muerto pero él no lo sabía.

(1) GALGANO, Francesco y MARRELA, Fabrizio, Interpretación del contrato y Lex Mercatoria, Revista de Derecho Comparado Nº 3, editorial Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2001.

(*) Enrique Arias Gibert, ex juez de Cámara de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo, docente universitario.

Una versión resumida de este artículo fue publicado por El Destape Web el sábado 27 de julio del 2024.


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