5 diciembre, 2025

Una reseña de «El jardín de rosas», de Maeve Brennan, con traducción y prólogo de Jorge Fondebrider, y editado por Eterna Cadencia.

Escribe: Gabriel García

Cuando éramos chicos y corríamos como locos persiguiéndonos siempre había un lugar llamado “casa” dónde estábamos seguros y el juego quedaba entre paréntesis Podríamos decir que venía: mundo, mundo, mundo, signo cóncavo, nosotros, otro signo cóncavo y, mundo, mundo mundo. Pero qué pasa cuando no hay “casa”. Sus biógrafos dicen que Maeve Brennan siempre se sintió un outsider, alguien que no pertenecía al mundo que la rodeaba. Sus padres, fervientes defensores de la independencia irlandesa del yugo de Inglaterra habían luchado, se habían escondido, y también estado preso. Pero cuando Irlanda consiguió liberarse, el Mr. Brennan que había sido un activista político fue enviado a Nueva York como embajador. Entonces se mudó con su familia, esposa y 5 hijos. Maeve tenía 14 años, llevaba el nombre de una princesa celta, su traducción del gaélico sería algo así como embriagadora, y no llegó a la isla de Ellis famélica como otras oleadas irlandesas. No le habían faltado las papas que hambrearon a sus antepasados, pero intuimos que el escarnio y el hambre pueden cruzar los cuerpos y el tiempo. De todos modos, cuando Maeve toca suelo americano es la hija de un embajador, estudiará en la universidad y será una mujer de singular belleza. De hecho, cuenta la leyenda que Truman Capote la tomará como su musa para Desayuno en Tiffany, así de refinada y hermosa se verá. Para cuando llegue a ese punto de la vida sus padres ya habrán regresado a Dublín y ella no. No quiso. Tuvo trabajo en la prestigiosa revista Harpers Bazaar, conoció el glamour y el estilo de vida que los americanos prometían. Tocó la tinta fresca de publicidades de amas de casa perfectamente vestidas en casas perfectamente modernas, con sus sonrisas perfectas que le decían al mundo “ven, esto es un sueño hecho realidad, y no como del otro lado de la cortina de hierro donde todo es gris y las mujeres trabajan sin ninguna coquetería”. En esos medios fue publicando sus cuentos, era prolífica, New Yorker la tomó en serio y con uno de sus directivos se casó y de él se divorció. Comenzó en picada, terminó alcohólica durmiendo en un baño de New Yorker hasta que alguien se apiadó y la internó. Murió en un asilo en 1993 a los 76 años enferma de demencia, con su cuerpo arrasado por la pobreza y el alcohol. Hasta ahí el resumen de su vida.

Qué escribió una mujer así. Escribió mucho sobre casas, las contó con la misma minuciosidad con la que en las revistas se describían las texturas, los colores, y las formas en las fotos de la sección “hogar y decoración”, les puso personajes que se recelaban entre sí, las habitó de mucamas rencorosas y amas de casa frívolas y envidiosas de esas personas que las servían y parecían, a diferencia de sus patronas, apoyarse entre ellas y gozar genuinamente de algunos lujos que suelen darse los pobres: estar en la cocina caliente y oliente y bailar a veces . La historia cuenta que estas amas de casa de los barrios cerrados neoyorkinos llamaban a sus mucamas, la mayoría irlandesas, de Bridget. No se tomaban el trabajo de aprenderse sus nombres, eran indistintas, estaban ahí para fregar. En cambio ellas estaban para lucirse, llevaban vidas solitarias por más que los esposos y amigos les combinaran con los jarrones y las hermosas vistas al río Hudson. Aparentemente a los ricos siempre les ha gustado tener un muelle propio y una lancha. Afirman que en la actualidad se miden entre ellos por el largo de la eslora de sus barcos. Maeve observó muy bien esa vida de codicia por el estatus y representó en sus cuentos los valores en los que se sustentó esa sociedad que se empinaba para llegar a ser la capital del imperio. Ahí, entonces, tenemos un primer grupo de cuentos emplazados en ese ambiente, en esas casas. Otro en las casas de su Dublín natal, y el último grupo en el de la casa que parece el apéndice de otra y que se yergue en la neblina de la costa de Hampton, New York, donde la perra Bluebell es la protagonista. Así también se llamaba la perra de Maeve. Mirándolo bien esa hermosa labradora negra que vive a solas con su ama y que la autora filtra a sus narraciones pone de relieve lo desolada que Maeve podría haber estado. Pero no asumamos, francamente nada sabemos, porque cuando el escritor crea una voz, esa es inesperada para sí mismo y para el mundo. Lo que sí podemos observar es que Maeve construye narradores que en los distintos relatos iluminan diferentes caras del mismo poliedro, voy a citar por caso y porque lleva el título del libro, cómo el jardín de rosas es contado en diferentes estados “ …con la llegada de junio, las rosas aparecían de a cientos y de a miles, algunas tan suntuosas y rojas que las llamaban negras…yacían con los labios sueltos y curvados bajo el calor del sol, de modo que el perfume se les evaporaba y el aire se espesaba con su aroma, y dejaban de moverse por su peso…Mary adoraba ese jardín ardiente” “ …. Bajo la lluvia…las rosas adquirieron tal brillo que parecía como si un gran corazón hubiera comenzado a latir debajo la tierra y estuviera enviando sangre viva para oscurecer las rosas rojas y volver más puras las rosas rosadas” “…Deseo el jardín de rosas. Lo deseo. Decía: Quiero verlo, quiero tocarlo, lo quiero para mí. Ella no habría podido decir si era su esperanza o su desesperación lo que estaba contenido en el jardín, o cuál era la diferencia entre ella, o si había alguna diferencia entre ellas. Lo único que ella sentía era un anhelo terrible”. Esta narradora que parece en estado de gracia por el nivel exquisito de sus imágenes sensoriales pertenece, sin embargo, a un personaje que, como la mayoría de ellos, experimenta una amarga dificultad para amar a alguien. La relación más entrañable y esencial es con la perra. Uno de los cuentos es uno de los relatos sobre animales más tristes que he leído en mi vida (cuando no están, los niños son muy callados). Los vínculos restantes se presentan como mezquinos, resentidos, y tienen lugar en ambientes definidos desde las primeras líneas. Rápidamente el lector está ubicado en tiempo y espacio, incluso el detalle de la hora y los minutos es reiterado como recurso de confiabilidad de esta narradora que no nos deja escapatoria sobre “lo real” de lo que está ocurriendo.

Maeve persigue a las mujeres de sus historias, les atribuye voces desapasionadas, como si conocieran el significado emocional de lo que cuentan, pero no pudieran sentirlo. El narrador hace comprender al lector que ahí está ocurriendo algo difícil o triste pero no lo vapulea, lo lleva con su voz calma, su lenguaje claro, su ritmo constante, sus metáforas, sus objetos simbólicos, a encontrarse sin sufrir con algo en lo que puede reconocerse. Porque si algo que los lectores que hemos nacido en las últimas décadas podemos entender bien es el sentimiento de no encajar, o de que las cosas no encajan, o de que nos faltan piezas, y hemos quedado afuera de algo importante. Tal vez por eso en los últimos años haya tomado tanto ímpetu la literatura escritas por migrantes, o sobre migración. En una época en el que se nos compele a hacer duelos, por lo perdido hacia atrás, por lo perdido hacia adelante, los migrantes tienen mucho para decir. Pero creo, como migrante que soy, que, si insistimos en la idea de tener una casa, de la posesión-desposesión no vamos a cambiar la cultura de la cual somos un destilado: la cultura de la propiedad, porque casa es también una manera de habitarse a sí mismo, dar a luz el hábitat donde uno quiere estar en distintos momentos. Casa es un espacio apropiado más que una propiedad, y para eso hace falta territorializar el cuerpo, “ponerlo” como sabemos decir en Argentina, tal vez eso sea más revitalizante que andar haciendo los duelos que parece que tuviéramos que hacer. “Ella no habría podido decir si era su esperanza o su desesperación lo que estaba contenido en el jardín, o cuál era la diferencia entre ellas, o si había alguna diferencia entre ellas. Tal vez eso sea el cuerpo, lo incalculable de un ardor, de un jardín, de esa casa improvisada que hacemos con un olor o un tallo, ese hábitat donde nos hallamos.


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