CADA UNO POR SU LADO Y DIOS CONTRA TODOS

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Werner Herzog, el gran cineasta alemán, cuenta su vida.

Escribe: Roger Koza

Publicada originalmente el miércoles 26 de junio del 2024 en Revista ñ / Con los ojos abiertos

En un pasaje final de Cada uno por su lado y Dios contra todos, Werner Herzog se refiere al hecho de haber participado en una película de Edgard Reitz. Herzog ha dirigido muchísimas películas, pero ha participado también como actor en títulos tan diversos como Mr. Lonely (Harmonine Korine), El poder de un Dios (Peter Fleischmann) o Jack Reacher(Stepehen McQuarie), entre otros. No hace mucho tiempo, encarnó a Alexander von Humboldt en Heimat, la otra tierra. Que haya condicionado a Reitz para aparecer en la escena con él es una anécdota cordial de las tantas que se leen con asombro en el libro, pero lo importante es el orgullo discreto de haber sido en la ficción el polímata, naturalista, geógrafo y explorador alemán. La curiosidad de Herzog es voraz. Le interesan la filosofía, los idiomas, la teología, las civilizaciones lejanas, el cosmos, las neurociencias, las matemáticas. En el capítulo 30, titulado “Villanos”, Herzog sintetiza su camino: “Siempre he sido un autodidacta convencido, que nunca ha creído en las universidades”.

Cada uno por su lado y Dios contra todos tiene un prólogo, 36 capítulos, la lista completa de sus películas hasta el 2022, otra lista de sus óperas y unas páginas finales de agradecimientos firmadas en julio de 2021. El primer capítulo remite a una experiencia de asombro que resultaría en una modificación de la conciencia de un joven de 16 años durante una noche en el mar. La laboriosa descripción de ese momento decisivo, la precisión del léxico para referirse a un oficio marítimo y la atención puesta a detalles heterogéneos definen la prosa del cineasta. Puede estar recordando un pasaje del rodaje Aguirre, la ira de Dios, un intercambio sobre algunas cuestiones matemáticas con Roger Penrose o alguna anécdota de su abuela; el rigor manifiesto es parejo. A Herzog no se le escapan los detalles.

En su libro de memorias, Herzog prescinde del calendario, la línea recta, los períodos biográficos asociados a instituciones y aquellos eventos que definen una trayectoria. Hay recuerdos de infancia, pasajes dedicados a los padres, los hermanos, los abuelos, distintas esposas. Algunos párrafos citados del diario de su tatarabuela datan de 1829, pero la organización del libro responde a un montaje asociativo de segmentos intensos e instancias de aprendizaje. El declarado asombro del inicio y la relación intrínseca con la curiosidad son constitutivos de un temperamento forjado por la carencia y las contingencias de una época.

Herzog nació en septiembre de 1942, en Múnich, la ciudad que abrazó con mayor fervor los delirios de Adolf Hitler; fue la “capital” del movimiento nazi, y devino escombros en 1945. La madre de Herzog decidió abandonar aquella ciudad y trasladarse a una zona rural, Sachrang. En un pasaje del capítulo tres, en la página 31, se puede leer: “Mi hermano Till y yo crecimos rodeados de miseria, pero nunca fuimos conscientes de que éramos pobres, excepto quizá durante los primeros dos o tres años después de la guerra. Siempre teníamos hambre y mi madre no podía traer suficiente comida. Comíamos ensaladas de hojas de diente de león, y mi madre hacía jarabe de llantén y brotes de abeto frescos”. Las alusiones a ese período jamás se incluyen como una petición oblicua de conmiseración. Son simplemente las condiciones materiales con las que Herzog sintió el mundo en un inicio. En la página posterior a la cita, se añade una conversación doméstica. Los hermanos lloran de hambre, la madre responde al reclamo diciéndoles: “Muchachos, si pudiera cortarme un trozo de carne de las costillas, lo haría, pero no puedo”. Herzog concluye: “En ese momento aprendimos a no volver a quejarnos. La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible”.

De esta última anécdota se puede predicar esa peculiar característica de la personalidad del cineasta, capaz de resistir las inclemencias del tiempo en la Antártida o el calor abrasador al lado de un volcán, o filmar en la selva sin ninguna comodidad o caminar por semanas desde la ciudad natal a París para visitar a Lotte H. Eisner y así “detener” el cáncer de la crítica de cine, que siempre defendió el cine de Herzog. El tesón y la fuerza de voluntad provienen seguramente de aquellas impresiones iniciales de un mundo signado por la falta. Así lo reconoce indirectamente Herzog, que no necesitó del psicoanálisis para indagar sobre las marcas de la infancia en su psiquismo. Desdeña la invención de Freud y el rol protagónico de los sueños, quizás porque no cree que todas las personas sueñen en la noche. Por lo dicho hasta aquí, Cada uno por su lado y Dios contra todos parece una autobiografía, pero de serlo, como pasa con las películas de Herzog, la inviste de su sello. Es decir, desobedece reglas y expectativas e impone su idiosincrasia. Dicho de otro modo, el libro acopia signos de vida: la intensidad de un viaje o un rodaje, una instancia de aprendizaje o el encuentro con un amigo. El capítulo 23, dedicado al escritor inglés Bruce Chatwin, es conmovedor. Ahí puede verificarse la lealtad de Herzog para sus amigos. Son párrafos gloriosos.

A Herzog nunca le interesó la cinefilia. Su desconfianza a los refinamientos de la cultura burguesa es ostensible página tras página. Nada más lejos del director de Fitzcarraldo que la relación diletante con el conocimiento y la cultura. En este sentido, Herzog disocia el cine del arte y lo sitúa lúdicamente en relación con el conocimiento. Sus películas son aventuras del saber, expediciones que están encendidas por una necesidad de conocer y saciar la curiosidad. Aborrece el academicismo, pero sabe venerar lo que solamente puede nacer del entrenamiento de las universidades. En efecto, Herzog puede encomiar Andar de Thomas Bernhard y al mismo tiempo preferir la posición de Pelayo sobre el libre albedrío y sus consecuencias respecto del pecado por sobre la perspectiva agustiniana sobre la naturaleza intrínseca de este; puede también proferir que el Oxford English Dictionary –los veinte enormes volúmenes– es “uno de los mayores logros culturales de la humanidad”. 

De esa declaración amorosa por un libro al que considera el libro de los libros se desprende una anécdota magnífica con Oliver Sacks, un ejemplo sustantivo de cómo Herzog anuda un relato de la vida cotidiana con cierta épica del conocimiento. De ese modo suele referirse a sus películas. Tal persona o aquella situación es repuesta y empleada en tal o cual película suya. Sin decirlo, se revela un método y una concepción: su cine proviene de una recolección de experiencias y conocimientos, y asimismo de una pasión especulativa que proviene de un maridaje de la observación con la imaginación. El capítulo 32, “La lectura del pensamiento”, es notable, no menos que el breve pero cinematográficamente sustancial “La verdad del océano”, donde Herzog discute con la tradición del cinéma vérité y ensaya una noción de verdad por fuera de la distinción documental/ficción a la que llama “verdad extática”.

Los capítulos enteramente dedicados al cine son pocos, más allá de que la relación con sus películas es una constante. El libro incluye fragmentos (algunos inéditos) de algunos de sus diarios durante el rodaje; los de La balada del pequeño soldado son tan exhaustivos como ominosos, es que ser testigo de cómo los niños naturalizan el acto de aniquilar no podría no serlo. Sobre tales experiencias extremas no aparecen teorizaciones sobre escalas de planos, movimientos de cámara o alguna discusión sobre un lente. Tampoco referencias explícitas al discurso cinematográfico, como podría leerse en textos de otros colosos del siglo XX, como John Ford o Jean-Luc Godard. En el capítulo 14, “El doctor Fu Manchú”, el extenso primer párrafo desliza una poética, o quizás el espíritu detrás de una poética, o algo así como una sensación ontológica que determina una búsqueda formal a lo largo de sus películas: “En mi fuero íntimo estaba firmemente convencido de que no cumpliría los dieciocho años. Luego, cuando llegué a esa edad, me parecía imposible que pudiera vivir más allá de los veinticinco. En consecuencia, empecé a hacer películas dando por sentado que serían las últimas que dirigiría. ¿Por qué no tener el valor de encontrar formas que no habían existido hasta entonces?”.

No faltan las famosas historias que, ya se sabe, llegarán de boca de Herzog, acervo de hazañas delirantes que pasan de boca en boca o se reescriben en artículos de diarios o revistas. Herzog vuelve sobre el zapato que se comió por haber perdido una apuesta con el cineasta Errol Morris; también la ocasión en la que apuñaló a unos de sus hermanos o las mil batallas con Klaus Kinski, que siempre es descripto como un hombre de otro mundo. Elige dejar para el último capítulo una inquietud de primer orden. Se pregunta: “¿Cómo será un mundo sin un lenguaje visual profundo, es decir, sin mi profesión?”. Es un interrogante lanzado al presente y el futuro. 

Herzog, Werner, Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias, Blackie Books S.L.U, Barcelona-Buenos Aires, 2024, 346p.


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