UN SIGLO DE LA REVOLUCIÓN DE LOS SOVIETS
Fue Lenin quién logró catalizar las fuerzas sociales emergentes de la crisis y ponerse a la cabeza de la Revolución con una perspectiva socialista que prometió dar fin a la era capitalista
Escribe: Juan Carlos Junio (*)
Ilustra: Maite Larumbe
Publicada originalmente el 8 de noviembre del 2017
El 7 de noviembre de 1917 el huracán de los soviets y su perspectiva socialista liderada por Lenin inauguraba una nueva época.
Como era de esperar, la celebración en todo el planeta del 7 de noviembre -que simboliza el triunfo revolucionario de obreros, campesinos y soldados que derribó a la monarquía zarista- multiplica los homenajes y también las lecturas e interpretaciones más diversas, tendientes a desvirtuar la importancia extraordinaria de la Revolución de Octubre, liderada por Lenin.
García Linera, vicepresidente de Bolivia y, seguramente el intelectual revolucionario más importante de nuestro tiempo; una vez más realiza una valiosa contribución al valorar la dimensión histórica del “asalto” al Palacio de Invierno de la monarquía Romanov: “La Revolución de 1917, es el acontecimiento político mundial, más importante del siglo XX, pues cambia la historia moderna de los Estados, escinde en dos a escala planetaria las ideas políticas dominantes, transforma los imaginarios sociales de los pueblos, devolviéndoles su papel de sujetos de la historia, innova los escenarios de guerra e introduce la idea de otra opción real y posible en el curso de la humanidad.” Y concluye: “«Revolución» se convertirá en la palabra más reivindicada y satanizada del siglo XX”.
A los efectos de facilitar el análisis histórico desmalezando el sendero de prejuicios y descalificaciones apriorísticas, resulta útil apelar al historiador británico Edward H. Carr, reconocido como el máximo experto mundial sobre la Rusia soviética. El notable intelectual declaraba a fines de los años setenta que antes de 1917, Rusia era “un país en el que más del 80% de su población eran campesinos analfabetos o semianalfabetos, y que luego se convirtió, transcurridos 60 años, en una de las principales naciones industrializadas, en una potencia mundial y en un pueblo dotado de gran cultura y avance científico”.
En relación a la cuestión crucial de interpretar adecuadamente el acontecimiento histórico, Carr decía sin vueltas: “soy plenamente consciente de que cualquiera que hable de los logros de la Revolución será inmediatamente tildado de estalinista. Pero yo no estoy dispuesto a aceptar esta especie de chantaje moral. Después de todo, cualquier historiador inglés puede cantar alabanzas a los logros obtenidos durante el reinado de Enrique VIII sin que, por ello, se le suponga favorable a la decapitación de esposas”.
Hoy percibimos los síntomas de una verdadera crisis civilizatoria del sistema global. Un ínfimo núcleo de súper millonarios capitalistas poseen riquezas equivalentes a los ingresos de la mitad de la población mundial; o sea un puñado de neomonarcas “modernos y exitosos” gozan de fortunas equiparables a la de 3500 millones de seres humanos. Las relaciones y conflictos entre Estados se dirimen crecientemente con el uso de las armas por parte de las grandes potencias, particularmente Estados Unidos viene desplegando una política guerrerista que multiplicó la violencia planetaria a niveles inauditos. Como en anteriores fases del capitalismo, el desarrollo vertiginoso de la tecnología y la robotización amenaza con acotar radicalmente la necesidad de trabajo manual, generando una gran incertidumbre para millones de trabajadores, ya que frente a este fenómeno no surgen respuestas racionales que encaucen la vida laboral en un sentido humanístico.
Las relaciones sociales de injusticia propias del orden económico-social capitalista fueron la causa de reacciones radicalizadas desde sus mismos inicios. En las primeras décadas del siglo XIX los obreros en Inglaterra rompían las máquinas, convencidos de que eran las culpables de su durísima existencia. En esa lucha avanzaron a mayores niveles de conceptualización concluyendo, en la primera mitad del siglo XIX, con tres trascendentes invenciones: el sindicato y la cooperativa como organizaciones sociales; y el socialismo como proyecto político para dar respuestas a sus graves encrucijadas y a las demandas de la clase trabajadora.
A lo largo de los siglos XIX y XX el capitalismo fue forjando su desarrollo sustentado en la utilización de los avances tecnológicos para potenciar su fin último: la exacerbación de su tasa de ganancia. En ese devenir histórico, su ejercicio del poder de explotación y coerción trajo aparejada una reacción social y política en toda Europa hasta llegar a una ruptura crucial en 1871, la Comuna de París, que fuera masacrada por la gran burguesía francesa, asociada a los ejércitos prusianos vencedores.
En 1905 estalló una insurrección contra la monarquía zarista ya senil, luego de más de mil años de existencia. El masivo reclamo de pan, paz y trabajo fue respondido por el zar, los dueños de la tierra y la naciente burguesía industrial, con una salvaje represión. La revolución popular de 1905 fue derrotada y ahogada en sangre. Sin embargo, se constituyó en una notable experiencia, ya que se visualizó la potencialidad de la clase obrera como ariete de la lucha para derrocar al zarismo, la debilidad y el desprestigio del sistema político imperante y los errores cometidos. En 1914 detona la Primera Guerra Mundial intercapitalista, en la cual Rusia intervino en uno de los bandos. El deterioro de las condiciones de vida de las mayorías, agravada por el hecho de que millones de rusos retornaban de la “gran guerra”, generó una gigantesca movilización de trabajadores sin destino para sus vidas, consecuentemente la legitimidad del Zar fue severamente impugnada, dando lugar, por un breve lapso, a la conformación de una republica burguesa representativa, que amplió las libertades públicas, pero no sacó al pueblo de la guerra, ni enfrentó el problema de la tierra.
Desde fines del siglo XIX e inicios del XX un núcleo de intelectuales comenzaron a influir fuertemente en la clase obrera de Moscú y San Petersburgo, acaso las únicas ciudades con industrias y sus contingentes de obreros, lo cual dio lugar a distintas expresiones partidarias. Fue Lenin quién logró, desde la dirección del Partido Comunista, catalizar las fuerzas sociales emergentes de la crisis y ponerse a la cabeza de la Revolución con una perspectiva socialista que prometió dar fin a la era capitalista e iniciar un camino de liberación humana.
El gobierno revolucionario triunfante se propuso la creación de un nuevo Estado basado en los soviets de obreros, soldados y campesinos, que promovían inéditos procesos de participación popular. Tras el triunfo revolucionario comenzó una intervención militar sostenida durante varios años por las potencias capitalistas europeas con el fin de derrotar en su cuna al gobierno de los soviets. Ejércitos de 14 países intervinieron en los años posteriores para liquidar por las armas ese anhelo emancipador. En aquellos primeros tiempos hubo profundos debates acerca de cuáles debían ser los caminos para fundar una nueva sociedad comenzando por el sistema productivo, revisar desde sus raíces la cultura y la educación, cuáles debían ser las nuevas formas de gobierno y participación para una nueva democracia, indispensable para que el pueblo ejerza sus derechos con vistas a transformar la sociedad. Así ocurre con las rupturas que se proponen transformaciones de época, ya que son acontecimientos excepcionales, en los cuales se entremezclan corrientes muy diversas e impensadas, e intervienen núcleos sociales que eran indiferentes a la lucha política por cambiar el poder. Así se fue desarrollando este colosal intento de construir el socialismo, venciendo obstáculos y muros culturales milenarios, y especialmente la resistencia de lo viejo y decadente que reaccionó con furor, frente a lo nuevo que llega para sepultarlo, abriendo las puertas de la historia al progreso humano. Muy pocos años después, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas debió enfrentar otro desafío de gran trascendencia en el siglo XX: la Segunda Guerra Mundial puso a la URSS como contendiente esencial a la barbarie nazi, responsable de la muerte de decenas de millones de personas en toda Europa, Asia y África. Entre el ejército combatiente y los civiles hubo 25 millones de muertos. Fueron hombres y mujeres rusos que combatieron en pos de la defensa de su Patria y por contribuir a la victoria de los pueblos sobre el nazismo.
Tras la caída del Muro de Berlín (1989) y el fracaso de la experiencia soviética, los años subsiguientes parecieron consagrar el “Fin de la Historia”. Se sostenía que con el predominio del mercado y democracias que se le subordinan, la humanidad había llegado a su última estación. Lejos de tan imposible y temeraria pretensión, en América Latina el orden neoliberal va agotando sus posibilidades de reproducción y se vislumbra una transición turbulenta de final incierto. En estas luchas epocales y civilizatorias, nosotros como luchadores políticos y cooperativistas, seguimos firmes y convencidos que debemos continuar aportando y luchando por una sociedad solidaria, sustentada en otro tipo de relaciones económicas y sociales. De allí que resulta imprescindible tener una clara valoración de aquellas experiencias de inspiración emancipadora, más allá de sus insuficiencias y desenlaces posteriores.
La vieja Rusia feudal-capitalista se derrumbaba con su oscurantismo, su hambre, sus pogroms y sus feroces represiones. El huracán de los soviets y su perspectiva socialista liderada por Vladimir Ilich Lenin, abrían una nueva época.
(*) Secretario General del Partido Solidario y Director del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini
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