Una reflexión sobre las raíces antropológicas y culturales del odio

Escribe: Ignacio Echevarría

Publicada originalmente el jueves 24 de octubre del 2024 por CTXT

“El odio se puede suscitar de dos maneras distintas: de modo espontáneo o inducido. Nadie tiene que enseñarnos a odiar. […] Forma parte del mecanismo sentimental, emocional, y pasa a ser una parte del rito iniciático de incorporación a un grupo, un clan. […] Odiar al mismo objeto que odian todos y de la misma manera que todos. El grupo se consolida cuando todos los componentes viven una amenaza común. El odio es un excelente nexo entre los miembros de un grupo y, una vez que se odia como todos los demás, se pasa a ser uno de los fieles. […] En las banderías políticas se observa esto muy claramente”.

Pertenecen estas palabras a la charla con que Carlos Castilla del Pino introdujo en 1997 un seminario dedicado al odio. El seminario se encuadraba en la serie de seminarios de Antropología de la conducta que el mismo Castillo del Pino dirigía anualmente en San Roque, organizados por la Universidad de Cádiz. Las intervenciones de ese seminario sobre el odio se recogieron en 2002 en un volumen titulado El odio, publicado por Tusquets Editores. Sus participantes fueron, aparte del mismo Castilla del Pino, la psiquiatra Carmen Gallano, el profesor de teoría de la Literatura y Literatura comparada Túa Blesa, el profesor de Ética y Teoría psicoanalítica Carlos Gómez Sánchez, la catedrática de Antropología social Teresa del Valle, el catedrático de Filología griega Carlos García Gual y yo mismo. He recordado esas jornadas y ese volumen estos días, al hilo de la iniciativa Acción contra el Odio que está promoviendo CTXT. Pese a que la situación política y social a la que responde la iniciativa tiene muy poco que ver con la de aquellos días (si bien ya por entonces se sembraron las semillas de lo que ahora ocurre, como nos recordaba hace poco Antón Losada), quizá no está de más, en el marco del debate a que dan lugar las crecientes políticas del odio, reflexionar sobre el trasfondo sociológico de este sentimiento sirviéndose de algunas referencias culturales y teóricas. Con este fin me animo a reciclar mi intervención en el mencionado seminario, que para la ocasión abrevio. Ha corrido mucha agua desde entonces, yo mismo me he movido de sitio, pero, aunque básicas, las líneas generales de aquella reflexión algo juvenil me siguen pareciendo utilizables.

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“¡Oh brujas, miseria, odio: a vosotros se os confió mi tesoro!”. Con esta invocación abre Arthur Rimbaud su colección de poemas en prosa Una temporada en el infierno. No es fácil precisar el alcance que este término –el de infierno– guarda para Rimbaud, pero cabe recordar que la modernidad ha sido nombrada en alguna ocasión como “la época del infierno”. Así se refiere a ella quien acaso sea su más perspicaz analista, Walter Benjamin. En cualquier caso, es en Una temporada en el infierno donde se encuentra la célebre frase en la que Rimbaud declara que “hay que ser absolutamente moderno”. Y él mismo pasa por ser el modelo del artista moderno: aquel en que sucesivamente se cumplen, de modo premonitorio, el impulso revolucionario, el solipsismo, la transgresión y la huida, para claudicar finalmente al culto de la mercancía.

A las puertas, pues, de un infierno que no resulta descabellado identificar con la modernidad, uno de los poetas emblemáticos de la misma, Arthur Rimbaud, invoca el odio como uno de sus patronos. Interesa indagar si, más allá de su alcance poético, cabe extraer de ello la intuición del odio como pasión característica de la modernidad. Más que eso: como sentimiento específico de la misma, toda vez que se acepte que, más allá de su sustancia intemporal, los sentimientos cobran, en cada época, un contenido particular, según sugiriera Ortega a propósito del amor.

Es ya un lugar común caracterizar la modernidad como una fractura en la conciencia del individuo histórico, fractura que altera su relación con el mundo, con la sociedad que lo rodea y hasta consigo mismo. Esta fractura determina una nueva percepción de su propia individualidad, y pone de relieve su radical extrañamiento con respecto a todas las instancias en que había solido arroparse.

La modernidad, escribe Octavio Paz en Los hijos del limo, “es sinónimo de crítica y se identifica con el cambio; no es la afirmación de un principio atemporal, sino el despliegue de la razón crítica que sin cesar se interroga, se examina y se destruye para renacer de nuevo. No nos rige el principio de identidad ni sus enormes y monótonas tautologías, sino la alteridad y la contradicción, la crítica en sus vertiginosas manifestaciones […] La modernidad es una separación. Empleo la palabra en su acepción más inmediata: apartarse de algo, desunirse. La modernidad se inicia como un desprendimiento de la sociedad cristiana. Fiel a su origen, es una ruptura continua, un incesante separarse de sí misma.

Basten estas palabras, con el énfasis que ponen en las categorías traídas a colación (subrayadas), para hilvanar a lo que dicen la pretensión de que el odio es un sentimiento específico de la modernidad. Y ello por cuanto este sentimiento arraiga en dichas categorías y constituye, por excelencia, una de las derivaciones típicas de esa extrañeza a la que Paz se refiere.

Ligado íntimamente al del amor –que suele juzgarse equivocadamente como su contrario–, el sentimiento del odio aparece relacionado en la teoría psicoanalítica con el reconocimiento de la realidad exterior, es decir, el reconocimiento de la alteridad, y en cuanto tal es considerado como un agente decisivo en la construcción de la identidad individual.

Según Freud, en las fases más primitivas de la psique “el yo no precisa del mundo exterior en cuanto es autoerótico”. Durante esa fase, y siempre “bajo el dominio del principio del placer”, el yo acoge en su seno “los objetos que le son ofrecidos en tanto en cuanto constituyen fuentes de placer y se los introyecta, alejando, por otra parte, de sí aquello que en su propio interior constituye motivo de displacer”.

Durante esta etapa, que el propio Freud califica de narcisista, “el mundo exterior se divide para él [para el yo] en una parte placiente, que se incorpora, y un resto, extraño a él”. El sentimiento asociado a ese “resto” del mundo exterior que permanece extraño es, en un principio, el de la indiferencia. Pero en la medida en que la realidad ajena al yo, con sus incesantes estímulos (que constituyen otras tantas fuentes de displacer), se impone en la experiencia del sujeto, la indiferencia cede lugar al odio, que aparece así ligado al reconocimiento del mundo exterior en tanto que objeto, es decir, en tanto que realidad independiente del sujeto. Al decir de Freud, “el mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos”. Y ello a tal punto que puede afirmarse que “el odio hace el objeto” (refiriéndose, claro está, al objeto en el sentido de no-yo, de externo al Yo).

En la formación de los pueblos y de las naciones, o más generalmente de los grupos sociales, el odio juega un papel inmemorial

Es tentador –por mucho que, en demasiados aspectos, resulte abusivo– extrapolar las observaciones de Freud sobre la función del odio al comportamiento de los cuerpos sociales, y reconocer en ellos un dinamismo semejante. Es algo que parece sencillo cuando se trata de los sentimientos racistas o nacionalistas, generadores de odios que actúan, efectivamente, como agentes de diferenciación y de identidad. De hecho –como Rafael Sánchez Ferlosio se ocupó insistentemente de ilustrar– en la formación de los pueblos y de las naciones, o más generalmente de los grupos sociales, el odio juega un papel inmemorial, comparable al que desempeña en la construcción de la autoconciencia individual. Durante mucho tiempo, el entrañamiento de la conciencia individual en una estructura social sólidamente fundamentada, aseguró para el odio, más allá de sus manifestaciones particulares, una importante función social, reforzadora de la conciencia colectiva. Un buen ejemplo de ello lo ofrece el papel decisivo que en la consolidación de las modernas naciones europeas tuvieron las luchas religiosas y, muy especialmente, el sentimiento antisemita o el odio al Turco.

Lo específico de la modernidad sería que en ella, al hacerse conflictiva la relación de pertenencia del individuo a su propio entorno social, se problematiza esta función integradora del odio. Por virtud de la razón crítica, la modernidad abre un proceso de “extrañeza radical” entre el individuo y su medio que pone en cuestión el conjunto de los valores colectivos sobre los que se fundaban tanto las relaciones interpersonales como la imagen que el sujeto tenía de sí mismo. Dejando claro que el presente análisis se limita al individuo en tanto que sujeto social, cabe recordar que la quiebra del modelo teocéntrico, continuada luego por la de los modelos geocéntrico y antropocéntrico, abre a partir del Renacimiento un proceso de extrañamiento, que adquiere toda su agudeza con la Ilustración. La Europa de las revoluciones, durante el largo camino que conduce desde la Revolución francesa de 1789 a la Revolución rusa de 1917, podría ser explicada muy sumariamente como efecto de ese proceso, una de cuyas derivaciones es el odio que a partir de entonces enfrenta a los distintos estamentos sociales, una vez cuestionados los vínculos que garantizaban su articulación jerárquica. Desde este punto de vista, la lucha de clases, en la interpretación dialéctica que de ella hace el marxismo, vendría a constituir, en no escasa medida, una racionalización estratégica de ese odio, con fines de refundar, en beneficio de la clase proletaria, un nuevo pacto social.

De la repugnancia y el miedo que despertaba la multitud surgió un odio que en muchos casos se expresó en un reflejo de agresividad

Pero, eludiendo ahora el plano ideológico, acaso el modo más claro de ilustrar los trastornos que los nuevos tiempos infligen a la conciencia individual consista en explorar el sentimiento de la multitud. Tal es, al decir de Walter Benjamin, el nuevo sentimiento que arraiga en la ciudadanía del siglo XIX, un sentimiento determinado por el fenómeno moderno por antonomasia: el surgimiento de las grandes ciudades y de las nuevas condiciones de vida a que dan lugar.

El mismo Benjamin trae a colación, a este propósito, una expresiva cita del joven Engels, que vale la pena transcribir aquí:

“Una ciudad como Londres, en la que se puede caminar horas enteras sin llegar siquiera al comienzo del fin, sin topar con el mínimo signo que permita deducir la cercanía de terreno abierto, es cosa muy peculiar. Esa centralización colosal, ese amontonamiento de tres millones de hombres en un solo punto, han centuplicado su fuerza… Pero sólo después se descubre las víctimas que… ha costado. Cuando se ha vagabundeado durante un par de días por las calles adoquinadas es cuando se advierte que esos londinenses han tenido que sacrificar la mejor parte de su humanidad para consumar todas las maravillas de la civilización de las que su ciudad rebosa… Ya el hormigueo de las calles tiene algo de repugnante, algo en contra de lo cual se indigna la naturaleza humana. Esos cientos de miles que se apretujan unos con otros, ¿no son todos ellos hombres con las mismas propiedades y capacidades y con el mismo interés por ser felices? Y sin embargo corren dándose de lado, como si nada tuviesen en común, nada que hacer los unos con los otros, con un único convenio tácito entre ellos, el de que cada uno se mantenga en el lado de la acera que está a su derecha para que las dos corrientes de la aglomeración, que se disparan en uno y otro sentido, no se detengan la una a la otra; a ninguno se le ocurre desde luego dignarse a echar una sola mirada al otro. La indiferencia brutal, el aislamiento insensible de cada uno en sus intereses privados, resaltan aún más repelente, hirientemente, cuanto que todos se aprietan en un pequeño espacio”.

El sentimiento aquí expresado va más allá del disgusto profundo que despierta, en tantos artistas del XIX, la configuración del nuevo orden social, de las nuevas condiciones de vida, disgusto que encuentra su formulación más precisa y radical en Flaubert y su reiterado “odio al burgués”. Su objeto es algo mucho más extenso e impreciso, en cualquier caso no connotado por la perspectiva de clase ni por las posiciones ideológicas: la multitud. A continuación de esta cita, Benjamin recuerda los textos clásicos de Poe y de Baudelaire, y él mismo constata, a propósito de los mismos, cómo “la multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente”. De este terror, de esta repugnancia y de este miedo surgió, en correspondencia, un sentimiento de odio que en muchos casos se expresó en un reflejo de agresividad. Las ideologías revolucionarias reconducen tal sentimiento hacia una utopía redentora. Pero, fuera del cauce determinado por las mismas, el desarrollo de la razón crítica arroja a muchas conciencias al nihilismo. En el paisaje conformado por éste, acaso el más característico de la modernidad, el hombre de la multitud al que se refieren Poe y Baudelaire se ha convertido, o bien en el misántropo atormentado que protagoniza los Apuntes del subsuelo (1864) de Dostoievski, o bien en el feroz anarquista que encarna el personaje del Profesor en El agente secreto (1907), la novela de Joseph Conrad.

Como se recordará, este último personaje camina impune por las mismas calles de Londres que ha descrito Engels, pero lo hace portando una bomba consigo. He aquí uno de los pasajes en que Conrad lo describe:

“Perdido en la multitud, miserable y diminuto, meditaba confiadamente en su poder, sin sacar la mano del bolsillo izquierdo de su pantalón y empuñando ligeramente la pelota de goma, la suprema garantía de su libertad siniestra; pero después de un rato se sintió desagradablemente afectado por el espectáculo de la calle atestada de vehículos y de la acera repleta de hombres y mujeres. Se encontraba en una calle larga y recta ocupada por una simple fracción de una multitud inmensa; pero alrededor suyo, en todas partes, en forma incesante, incluso hasta los límites del horizonte oculto por los enormes hacinamientos de ladrillos, sentía la masa de la humanidad, poderosa en sus dimensiones. Ellos pululaban como langostas innumerables, industriosos como hormigas, inconscientes como una fuerza natural, avanzando ciegos y en orden y absortos, impermeables al sentimiento, a la lógica, quizá, también, al terror”.

De nuevo aquí, lo que produce espanto no es tanto la multitud misma como su indiferencia. En el vacío que esta indiferencia abre a la propia conciencia individual se edifica la conciencia moderna. Pero en el pasaje recién citado se cuela, casi imperceptiblemente, una noción nueva, que determina todo un cambio de rasante en el proceso abierto por dicha conciencia: la noción de masa. Importa detenerse en ella.

La masa alude a una noción afín pero en absoluto idéntica a la de multitud. Conrad acierta a intuirlo al expresar cómo la masa se hace sentir más allá de la multitud inmensa que rodea a su personaje, más allá –dice– “del horizonte oculto por los enormes hacinamientos de ladrillos”.

A diferencia del hombre de la multitud, al que se refieren Poe y Baudelaire, el hombre de la masa es indiferente al terror que inspira su propio espectro. Y así es por cuanto la masa constituye una transmutación de la multitud por obra de la cual su entidad múltiple se ha disuelto en una unidad superior, en la que se reanuda el atávico gregarismo que dio impulso a las sociedades humanas.

El odio surge aquí como reacción frente al aislamiento de la propia identidad, arrancada de su pertenencia a un orden más o menos confortable

Resulta decisivo diferenciar el sentimiento de la multitud y el de masa para diferenciar a su vez dos etapas sucesivas en el desarrollo de la moderna conciencia individual. La percepción de la multitud marca prácticamente todo el siglo XIX y está dominada por el impacto perturbador que en el individuo tienen las nuevas condiciones de vida que se derivan de la revolución industrial. Dentro de este marco, el fenómeno de la multitud, consecuencia de concentraciones humanas de una escala desconocida hasta entonces, posee –como ya se ha dicho– un protagonismo esencial. El terror que experimenta el individuo frente a la multitud da lugar, en toda una primera etapa de la modernidad, a diferentes actitudes: la conspiración revolucionaria, el solipsismo esteticista, la huida, el resentimiento, el odio… Este último sentimiento obedece en primera instancia al rechazo frente a lo que, por su imponente abigarramiento, se reconoce inesperadamente como extraño y por lo tanto amenazador. Lo determinante, en cualquier caso, es la angustia provocada por la súbita revelación de que el entorno que se sentía como propio –el tejido de las relaciones humanas que amparaba y reforzaba el sentimiento de sí mismo que el individuo tenía– ha adquirido una consistencia hostil. El odio surge aquí como reacción frente al aislamiento de la propia identidad, frente a su soledad, arrancada como ha sido de su pertenencia a un orden más o menos confortable. El rechazo de la multitud, conforme a esto, sería un sentimiento dominado por la extrañeza y la alteridad.

El fenómeno de la masa tiene raíces muy distintas a las de la multitud. Su naturaleza no es histórica. La formación más o menos espontánea de masas humanas se remonta a los orígenes del hombre y obedece a una especie de instinto de indiferenciación a través del cual el individuo anega su propia identidad en una entidad superior. Si el fenómeno de la masa ha llegado a tener tanto protagonismo a lo largo del siglo XX, se debe a que ese instinto de masa actúa con especial insistencia en situaciones de extrañamiento como las generadas por el sentimiento de la multitud. Podría decirse, en este sentido, que el sentimiento de la masa actúa como revulsivo del sentimiento de la multitud. Si el de la multitud es un sentimiento característico del proceso de individualización que culmina en el siglo XIX, el de la masa es un sentimiento que actúa precisamente como disolvente de la conciencia individual. El rechazo de la masa es de signo contrario al rechazo de la multitud. Si éste constituye una reacción de la conciencia individual frente a lo múltiple y extraño, aquél consiste en la reacción de esa misma conciencia individual frente a la formidable presión de lo idéntico. Si la multitud sobrecoge por su diversidad, la masa lo hace por su uniformidad. Y ello por cuanto la masa constituye la cristalización de la multitud en una suerte de individualidad trascendida.

Resulta imposible comprender el siglo XX sin la experiencia de la masa, determinante del auge de los totalitarismos

La masa es el asilo de una individualidad traumatizada, que resuelve su angustia al precio de anegarse. La masa ofrece al individuo el consuelo de la multiplicación de su identidad, a través del cual alivia el sentimiento de alteridad y de extrañeza que le provocaba la multitud entendida como multiplicación de la diversidad. El sentimiento de masa disuelve en una identidad sublimada la inquietud provocada por la multitud.

Elias Canetti, que dedicó buena parte de su vida al estudio y caracterización de la masa –que comprendió y explicó como ningún otro–, destaca entre las propiedades fundamentales de ésta el hecho de que en el interior de la masa reine la igualdad. Observa Canetti:

“Se trata de una igualdad absoluta e indiscutible y jamás es puesta en duda por la masa misma. Posee una importancia tan fundamental que se puede definir el estado de la masa directamente como un estado de absoluta igualdad. Una cabeza es una cabeza, un brazo es un brazo, las diferencias entre ellos carecen de importancia. Uno se convierte en masa buscando esta igualdad. Se pasa por alto todo lo que pueda alejarnos de este fin”.

Resulta imposible comprender el siglo XX sin comprender a la vez –como hizo Canetti– el protagonismo que en él tiene la experiencia de la masa, determinante del auge de los totalitarismos. En la línea de lo que se viene diciendo, cabría incluso, con cierto atrevimiento, establecer una correspondencia entre las relaciones de la masa con el totalitarismo y las de la multitud con la democracia. Pero baste consignar aquí el mecanismo que da lugar al surgimiento de la masa: la tendencia a la identidad, consecuencia de la reacción al sentimiento de alteridad y de extrañeza radical que, como se ha visto, está en la base de la conciencia moderna.

En cuanto entidad compacta, la masa reanuda comportamientos semejantes a los de cualquier sujeto. Para ella, el odio es un mecanismo de afirmación que contribuye a forjar su propia identidad. Pero aquí se está tratando del odio como sentimiento de la individualidad moderna, que es una individualidad crítica con el entorno social al que pertenece, y que actúa por lo tanto en una dirección opuesta al odio de las masas, que es un odio, por así decirlo, “social”.

En la masa opera el absolutismo de la identidad, que anula la individualidad en la medida en que actúa en el sentido de la mercancía, es decir, en el sentido de la repetición de lo idéntico a efectos de su instrumentalización por parte tanto del mercado como de los llamados poderes fácticos.

Cabe reconocer el protagonismo del odio como agente de resistencia de la individualidad, factor decisivo en la dinámica de la modernidad

Más que ningún otro crítico de la modernidad, ha sido Adorno quien, a lo largo de toda su obra, ha defendido más apasionadamente el valor de la cultura como campo de resistencia del individuo a la presión de lo idéntico. “Cuanto más se totaliza la sociedad, cuanto más perfectamente se va reduciendo a un sistema monocolor, tanto más las obras de arte, en que se acumula la experiencia de ese proceso, se convierten en su opuesto”, escribe. En la teoría de Adorno, tanto el arte como la filosofía son los dos terrenos en donde todavía actúa una fuerza que “viene en auxilio de lo no idéntico, de lo oprimido en la realidad por nuestra presión identificadora”. Tanto en uno como en otra, las instancias más profundas del Yo (que en Adorno asume una fisonomía netamente freudiana) se movilizan en aras de su conservación. Y es en este movimiento defensivo en el que cabe reconocer el protagonismo del odio como agente de resistencia de la individualidad, y por lo mismo en tanto factor decisivo en la dinámica de la modernidad.

Asegura Freud que el odio “tiene su fuente en los instintos de la conservación del yo”. Según él, el odio procede “de la lucha del yo por su conservación y manutención”. Lo cual invita, después del rodeo realizado, a considerar de nuevo cómo este sentimiento desempeña un papel determinante en la modernidad, tantas veces entendida y explicada como “una cultura del Yo”.

De hecho, toda una corriente del arte y del pensamiento modernos, cuyas primeras manifestaciones pueden rastrearse en el Romanticismo, orientan su discurso en la dirección de un rechazo a la sociedad producto de la revolución industrial, sentida como instrumento de enajenación, de expropiación del Yo. Rechazo que se hace más agresivo y más radical en la medida en que el Yo reconoce en sí mismo territorios enteros que se hallan bajo la jurisdicción de las fuerzas sociales y de su poderosa presión.

Apuntaría por aquí una dimensión “humanística” del odio que Adorno exploró y defendió insistentemente a través de su concepto de negatividad y su defensa a ultranza de las vanguardias. Pero el odio en cuanto agente defensivo de la individualidad frente a la masa poco o nada tiene que ver con el odio colectivo que alienta la masa en cuanto individualidad trascendida. El odio de la masa, alimentado por sentimientos racistas, religiosos, nacionalistas, es un odio atávico. Por el contrario, el odio que anima buena parte del discurso filosófico y estético de la modernidad, el que determina buena parte de las conductas marginales, disidentes o transgresoras dentro del actual ordenamiento social, es la expresión de una resistencia de la individualidad a ser absorbida, un enquistamiento del yo diferenciado de la totalidad. Jean Baudrillard ha acertado a expresarlo con ejemplar rotundidad:

“El odio es quizá eso que subsiste, que sobrevive a todo objeto definible… El odio permanece como una suerte de energía, aun cuando sea negativa o reaccionaria. En la actualidad ya no restan más que estas pasiones: odio, disgusto, alergia, aversión, decepción, náusea, repugnancia o repulsión. No se sabe lo que se quiere. Pero sí lo que no se quiere. El proceso de la actualidad es un proceso de rechazo, de desafecto, de alergia. El odio participa de ese paradigma de pasión reaccionaria: yo rechazo, yo no quiero, no entraré en el consenso… Al mismo tiempo que se ensalza lo universal, se descubre la alteridad, lo verdadero, aquello que no cabe en lo universal y cuya singularidad persiste pese a estar desarmada e impotente. Tengo la impresión de que la fosa entre una cultura universal y lo que resta de singularidades se endurece y se ahonda”.

Exponen estas palabras una nítida concepción del odio como sentimiento residual de una individualidad acosada, para la que la premisa de la universalidad esconde una trampa mortal. Para ella, toda construcción social, todo consenso cultural, termina por ser vehículo de dominación del mercado, y por lo tanto instrumento de indiferenciación. El mismo Baudrillard señala hasta qué punto la función primordial de los media consiste en “la producción de la indiferencia”. “La comunicación, al universalizarse”, declara Baudrillard, “ha supuesto una pérdida fenomenal de la alteridad. Ya no existe lo otro. Acaso la gente busque una alteridad radical, y la mejor forma de lograrla sea el odio, forma desesperada de producción de lo otro. En este sentido, el odio sería una pasión, una forma de provocación y de desafío… En la actualidad, lo que resta de energía se invierte en una pasión negativa, un rechazo, una repulsión. La identidad, hoy, se encuentra en el rechazo…”.

No elude Baudrillard el aspecto desesperado y estéril de esta “pasión negativa”, que brota de la ausencia de toda perspectiva constructiva y que se proyecta sobre la totalidad del sistema social. Atrás queda el odio de clase, que, como observa Baudrillard, “no dejaba de constituir, paradójicamente, una pasión burguesa”: “Tenía un objetivo; podía teorizarse, y de hecho lo ha sido. Era formulable, disponía de una acción posible, comportaba una pasión histórica y social. Tenía un sujeto, el proletariado, estructuras, las clases, contradicciones. El odio del que hablamos no tiene sujeto; no tiene acción posible…”

Por donde comparece su potencial autodestructivo. Pues tan cierto como que el odio constituye el reflejo legítimo de una individualidad sometida a la creciente presión de lo idéntico, lo es también que esa individualidad sólo es defendible en la medida en que es sentida ella misma como proyecto. Pero aquí es donde las versiones contemporáneas de odio naufragan, por cuanto la producción de indiferencia en la que convergen todos los resortes del actual sistema social penetra en el sentimiento que el individuo tiene de sí mismo, dando lugar al enquistamiento de un yo sin contenido, es decir, un yo sentido sólo como rechazo de todo lo existente, incluido él mismo.

Referencias

Arthur Rimbaud, Une saison en enfer (1873); trad. de Ramón Buenaventura, Hiperión, Madrid, 1982. ¶ José Ortega y Gasset, prólogo de 1952 a El collar de la paloma, de Ibn Hazm de Córdoba, en versión de Emilio García Gómez (Alianza, Madrid, 1971). ¶ Octavio Paz, «La tradición de la ruptura», en Los hijos del limo (1974), Seix Barral, Barcelona, 1981 (3.ª ed. corregida y ampliada). ¶ Sigmund Freud, Los instintos y sus destinos (1915); en Obras Completas, VI, trad. de José Luis López Ballesteros, Biblioteca Nueva, Madrid, varias ediciones y reimpresiones. ¶ Friedrich Engels, Die Lage der arbeitenden Klase in England (1848); citado por Walter Benjamin en «Sobre algunos temas en Baudelaire» (1939), Poesía y capitalismo. Iluminaciones 2, trad. de Jesús Aguirre, Taurus, Madrid, 1980. ¶ Joseph Conrad, The Secret Agent (1907); trad. de Jorge Edwards, El agente secreto, Muchnik, Barcelona, 1980. ¶ Elias Canetti, Masse und Macht (1960); trad. de Juan José del Solar, Masa y poder, Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, Barcelona, 2002. ¶ Theodor W. Adorno, Aesthetische Theorie (1970); trad. de Fernando Riaza: Teoría estética, Taurus, Madrid, 1980. ¶ Jean Baudrillard, «Une ultime réaction vitale», entrevista de François Ewald, Magazine Littéraire, núm. 323, dedicado a «La Haine» (‘El odio’), julio-agosto de 1994, pp. 20-24.

Portada La ciudad se levanta. Umberto Boccioni 1910. / Dominio público


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