LAS NIÑAS DEL NARANJEL
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La literatura es un acto de prestidigitación frente a la que el ChatGPT se quedaría papando moscas.
Escribe: Gabriela García
“Quería yo andar y ver el mundo” dice la narradora en alguna parte de la novela «Las niñas del Naranjel», recogiendo un tópico de la literatura que podríamos remontar a Ulises. Y al igual que en este relato de Homero y su personaje homónimo de Joyce, Gabriela Cabezón Cámara hace en su novela las dos cosas. Nos muestra grandes peripecias, pero también nos hace observar lo pequeño y ver su fragor.
La aventura es la de una monjita vasca que decide hacerse hombre en épocas de la conquista y colonización de América. Se llama Antonio y se embarca en la travesía hacia el nuevo mundo. Allí vivirá cientos de peligros y realizará los más diversos trabajos, tal vez el más significativo sea el de arriero, por el trajín. Durante la novela lo vemos prófugo en la selva en compañía de dos monos, dos niñas indígenas, una perra, y dos caballos. Es en ese lugar donde los colibríes, las hojas verdes, el dorado del río, los animales, las naranjas, y otra vez las naranjas, lo hacen comprender otra manera de realizar su deseo de vida. “Cómo ignorar lo vivo de la vida”. Es por ese llamado que había dejado el regazo de su tía, la madre superiora de un convento en la lejana Euskera, y se había lanzado al otro lado del mundo. Es a su tía a quien le está escribiendo y le cuenta de sus andanzas, y de su promesa de salvar a esas niñas que habían sido enjauladas como bestias. La novela es el entrelazamiento de esta carta y los diálogos con las niñas, quienes van y vienen interrumpiéndolo y preguntando los porqués de las cosas que para Antonio habían constituido sus creencias y que paulatinamente empiezan a ser cegadas por la luz de otra manera de mirar. La reminiscencia de sus aventuras, y la revelación de un mundo nuevo alborozado para los sentidos pasan por esa pluma que usa para escribir y que sólo levanta para escuchar el guaraní de las niñas o los ruidos y fulgores de ese animal vivo, que son muchos, y que es la selva.
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Así que tenemos dos tipografías, dos maneras de estar en el mundo. La aventura y la historia por un lado, y el instante exultante en el que la consciencia alcanza un grado epifánico a través de la carne. La lectura de «Las niñas del naranjel» coincidió para mí con el encuentro luminoso con las ideas del filósofo y psicoanalista Miguel Benasayag, quien insiste en que seguimos siendo una cultura platónica, queremos hundir nuestras raíces en el mundo de las ideas y el pensamiento abstracto en vez de hacerlo en el cuerpo, que no es sólo el biológico sino también el de la carne que se ha hecho a las palabras que la han atravesado. En cambio en nuestra cultura occidental el cuerpo es un lastre del que hay que deshacerse. Basta con mirar lo que está pasando con la Inteligencia Artificial y su pretensión de matematizarlo todo, de abstraer los algoritmos de la vida hasta dejarla como una cáscara seca, tirada en los basurales de una historia que se empeña en borrar. Tenemos la experiencia de leer con otras lecturas en la cabeza, y estaba pensando en todo esto cuando leía «Las niñas del naranjel» y veía el trabajo de Cabezón Cámara para describir el mundo del conquistador como el de la negación de lo vivo en oposición al mundo de los indios. Sin hacer de ellos buenos salvajes, los muestra viviendo en la conflictualidad entre lo simbólico y lo biológico de otra manera, con otras soluciones para algo que en realidad es inzanjable porque somos híbridos. Somos una mezcla entre las ideas y sus palabras con un montón de carnes adheridas a los huesos, que vemos, olemos, nos cortamos, nos quemamos, nos bañamos en las aguas frescas de un río o en la Pelopincho. E introduzco aquí la marca de esa humilde piscina de lona por lo pedestre y concreto que nos trae, porque quizás lo que cuente es la realidad inmediata, esa con la que estamos en un continuo y a la que deberíamos estar atentos. Existe entonces la posibilidad de que sea la atención a lo que se nos presenta la que nos haga sobrellevar el conflicto inherente a lo humano de otra manera.
Y es por esa razón que este fragmento de la novela me pareció brillante: “… Más o menos iguales entre sí como han de ser las nueces que nacen en primavera y se cosechan en otoño, empero, lo sé, no son completamente iguales: tienen pequeñas diferencias y ellas han de ser vertiginosas y enormes, una tormenta en altamar para quienes viven sus vidas atentos a los sutiles signos de los ciclos constantes, a la ínfima infinitud de las formas de lo siempre igual: tal vez toda la vida haya sido provista con una cantidad de vértigo y a cada una le sea dado usarla de modos distintos”.
El presente de lo narrado en «Las niñas del Naranjel» es pura atención. Escritura y atención parecen también inextricables, una manera de habitar el conflicto dándole la cara. Como dice Benasayag, todo lo vivo no pasa a algoritmo, y la literatura es un acto de prestidigitación frente a la que el ChatGPT se quedaría papando moscas. Gabriela Cabezón Cámara hace magia de muchas maneras. Mezcla registros, estilos, lenguas. De repente está escribiendo como San Juan de la Cruz o Cervantes, y de repente está explicando el mito de origen cristiano diciendo que Dios escupió luz y pedorreó las tinieblas. De repente alcanza un vuelo lírico sorprendente y habla de los labios de barro de un río, y de repente irrumpen las niñas con su guaraní, o con su castellano rudimentario.
Y esos de repente tienen que ver con lo aleatorio, pero no del texto (Gabriela sabe qué está haciendo), sino de los acontecimientos que cuenta, con la presentificación de algo imprevisto, como cuando un funcionario del imperio español escucha el canto en vascuence de Antonio y lo libera de la horca. Esa lengua arcaica en común entre un oficial atascado en la empresa de la conquista en tierras bárbaras, y un transgénero del siglo de oro español es uno de los azares más conmovedores de la novela.
El azar es inimitable, irrumpe como lo insólito de las naranjas jugosas que se convierten en un leitmotiv ético porque que hay que saciar la sed de las niñas y hay que salvarlas de su opresor. Cómo se le ocurriría a un IA hacer de una naranja tamaña cosa. ¿Se le ocurriría? Si dicen que no saben jugar como Cabezón Cámara. Porque la autora juega fuerte, y también se mete con los asuntos álgidos de nuestra condición de colonizados, se pone ácida para describir a los criollos, crea ambientes espeluznantes como en «La divina comedia», de espera como en Zama de Di Benedetto, apela a los mitos de origen guaraníes, aparecen yaguaretés y colibríes. Y también curas, obispos, alféreces, reos, capitanes, personajes que la autora entiende y cuenta con agudeza. Y por fin, la narradora se da una panzada de naranjas y asistimos a una metamorfosis en la que las niñas se convierten en trigras adoradas por la luz, y a una ensoñación en la que el conquistador se ahoga en su propio humo.
Los lectores tenemos suerte, por un momento, sólo por un momento, en un mundo que se hace y se deshace continuamente no somos los de siempre los que perdemos.
Notas:
Miguel Benasayag nació en Buenos Aires, en 1953, en el seno de una familia que él califica de «judíos intelectuales». Es un filósofo, psicoanalista, investigador y epistemólogo argentino. Exiliado en Francia durante la última dictadura militar argentina, y educado por la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de Paris.
Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 4 de noviembre de 1968) es una escritora y periodista argentina. Además es activista feminista y socioambientalista. Publicó tres novelas: La Virgen Cabeza (2009), que le valió el reconocimiento literario continental y sentó las bases de su estilo, Las aventuras de la China Iron (2017), que trató la literatura gauchesca desde una perspectiva feminista y queer y cuya versión al inglés fue nominada al Premio Booker Internacional, y Las niñas del naranjel (2023), sobre el personaje histórico de la monja Alférez y la conquista de América, que obtuvo el Premio Ciutat de Barcelona de Literatura en lengua castellana.
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