¿MATAR NAZIS YA NO ESTÁ BIEN VISTO? EL OCASO DEL ANTIFASCISMO EN LOS VIDEOJUEGOS

Durante décadas, Wolfenstein fue sinónimo de resistencia. Disparar contra nazis no solo era un gesto lúdico, sino un símbolo moral. Sin embargo, en tiempos donde el revisionismo y las extremas derechas resurgen, parece que esa claridad ideológica se desdibuja. Hoy, las grandes compañías prefieren el silencio antes que incomodar. Ubisoft incluso canceló un juego donde encarnamos a un ex-esclavo enfrentando al Ku Klux Klan. ¿Desde cuándo decir que los nazis son malos se volvió un riesgo comercial?
Escribe: Juan Pablo Godoy Jiménez
El origen del antifascismo pixelado
En 1981, cuando Castle Wolfenstein apareció en Apple II, nadie imaginaba que estaba naciendo un subgénero dentro del gaming: el del videojuego antifascista. Era un título simple —gráficos algo toscos, un sigilo rudimentario—, pero su premisa era clara: escapar de un castillo nazi. Una década después, Wolfenstein 3D (1992) transformó esa idea en pura catarsis: por primera vez, el jugador se ponía en la piel de un soldado norteamericano, William “B.J.” Blazkowicz, dispuesto a masacrar nazis sin piedad en un entorno tridimensional.

Era una fantasía moral y política. Id Software, el estudio detrás del juego, jamás pretendió ser sutil: el jugador enfrentaba a Hitler en persona, con metralletas y armadura mecánica. No había dilemas ni discursos ambiguos. Era el enemigo perfecto, el mal absoluto, y eliminarlo era tanto diversión como justicia. Wolfenstein fue, en muchos sentidos, el nacimiento del shooter moderno y de una ética dentro del videojuego: el jugador podía matar sin culpa porque mataba al fascismo.
El renacer de Wolfenstein y la moral del jugador moderno
Décadas después, MachineGames retomó la franquicia con Wolfenstein: The New Order (2014). Lo que podría haber sido una simple relectura nostálgica se convirtió en una poderosa reflexión sobre el totalitarismo. Ambientado en un futuro alternativo donde los nazis ganaron la Segunda Guerra Mundial, el juego mezcla acción brutal con una narrativa cargada de melancolía y desesperanza.
Blazkowicz, el protagonista, ya no es un héroe de cómic: es un hombre roto, un soldado consciente del sinsentido de la guerra. Las escenas que combinan tiroteos frenéticos con momentos de ternura, amor o trauma psicológico logran algo que pocos shooters habían hecho: humanizar la resistencia. The New Order fue seguido por The Old Blood (2015), The New Colossus (2017) y Youngblood (2019). En este último, las hijas gemelas del protagonista toman la batuta, introduciendo una nueva generación que pelea en nombre de la libertad antifacista. Pero también, una generación que ya no sabe si el público sigue dispuesto a aplaudirlos.

En una entrevista de 2017, Andreas Öjerfors, diseñador de MachineGames, declaró que, sorprendentemente, “para algunos, luchar contra nazis ya no es algo políticamente neutral”. El equipo recibió mensajes acusándolos de “promover una agenda política”, solo por hacer un juego donde el objetivo era destruir un régimen genocida. La ironía es tan grotesca como real: el antifascismo se volvió un tema polémico.

El miedo a decir lo evidente
El caso más ilustrativo de este cambio cultural lo protagonizó Ubisoft. Este año se reveló que en Julio del 2024 la compañía canceló un proyecto interno que pertenecía a la saga Assassin’s Creed, conocido como Project Scarlet, ambientado en la post-Guerra Civil de Estados Unidos. El jugador iba a encarnar a un ex-esclavo que combatía contra el Ku Klux Klan. Según fuentes cercanas al estudio, la decisión se tomó por “temor a la reacción pública”.
El contexto político estadounidense, atravesado por el ascenso de movimientos ultranacionalistas, la violencia racial y un clima de polarización extrema, hizo que incluso un argumento tan legítimo como enfrentarse a supremacistas blancos fuese considerado “delicado”.
A esa autocensura se sumó la controversia alrededor de Assassin’s Creed Shadows (2024), donde uno de los protagonistas, Yasuke —un samurái negro histórico—, fue atacado en redes por sectores que cuestionaban su inclusión. La empresa, golpeada por ese debate, habría optado por evitar otro posible conflicto ideológico. En palabras de un programador de Ubisoft: “el estudio temía ser acusado de politizar la historia o provocar al público conservador. Decidieron que era más seguro no hacerlo”.
El clima de época: el regreso de lo innombrable
No se trata solo de Ubisoft. Es, lamentablemente, un síntoma global. En los últimos años, los discursos de extrema derecha y el “revisionismo” histórico han ganado terreno en distintas partes del mundo. De la mano de figuras políticas, influencers y sectores mediáticos, el fascismo se ha transformado —otra vez— en algo que puede discutirse, relativizarse o incluso reivindicarse abiertamente.
En ese contexto, crear un juego donde se mata nazis o se enfrenta al racismo estructural parece, paradójicamente, más controversial que nunca. Lo que antes era un consenso —los nazis son los malos, el Klan representa el odio— ahora se percibe como “una postura ideológica”. Y las empresas, más preocupadas por la reputación y las ventas que por la coherencia moral, eligen el camino del silencio.
Vivimos una paradoja cultural. Por un lado, el entretenimiento masivo reivindica la libertad de expresión. Por otro lado, parece temerle a cualquier postura que implique nombrar al enemigo. En ese miedo, se diluye la fuerza moral del arte.
El caso de Wolfenstein es revelador: un videojuego que durante cuarenta años fue sinónimo de resistencia hoy parece una rareza. Una reliquia incómoda en un mercado que prefiere la tibieza al conflicto. ¿Desde cuándo matar nazis se volvió un acto controversial? ¿Cuándo dejamos que el antifascismo se volviera un nicho en lugar de un valor compartido?
La obligación de recordar
Wolfenstein no era solo un juego. Era una forma de catarsis, de justicia simbólica, de recordatorio histórico. Hoy, cuando los discursos de odio vuelven a normalizarse, la ausencia de obras así deja un vacío muy peligroso.
Si los videojuegos son una de las principales narrativas contemporáneas, ¿qué dice de nosotros que ya no queramos jugar a resistir el fascismo? El enemigo nunca desapareció, sólo cambió de rostro. Y mientras las grandes compañías callan por miedo a ofender, el silencio se convierte en una triste y sumisa forma de complicidad.
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