LA IRRUPCIÓN DEL DESQUICIO

Cuando el hartazgo social abre la puerta a líderes mesiánicos.
Escribe: Gabriel Carvallo
La escena política mundial contemporánea se ve sacudida por la irrupción de figuras que, por su retórica, sus acciones y su desprecio por las normas democráticas establecidas, bien podrían ser descritas como encarnaciones del desquicio. Hablamos de líderes como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Giorgia Meloni en Italia y Javier Milei en Argentina. Su ascenso no es casualidad; es el síntoma de un profundo malestar social, un hartazgo ante políticas ortodoxas, ya sean de izquierda o de derecha, que han dejado a amplios sectores de la población desprotegidos y frustrados. En este contexto de agotamiento, la promesa de un «hombre fuerte», de un líder mesiánico que rompa con todo lo establecido, se convierte en un canto de sirena irresistible para quienes se sienten abandonados por el sistema.
La palabra «desquicio» nos remite a la idea de lo que está fuera de quicio, descolocado, desarticulado. El «quicio», es el eje sobre el que gira una puerta, aquello que la mantiene en su lugar. Así, el desquicio implica una ruptura del orden, una pérdida de la coherencia y la estabilidad. En el ámbito político, este concepto se manifiesta en la negación de los consensos mínimos, la demonización del oponente, la relativización de la verdad y la promoción de un discurso que fractura el tejido social. Los líderes mencionados encarnan este desquicio al operar fuera de las lógicas políticas tradicionales, abrazando la polarización y la confrontación como herramientas de poder.
La historia nos ofrece lecciones amargas sobre la fragilidad de la libertad ante el miedo y la desesperación. Erich Fromm, en su obra «El miedo a la libertad«, analizó cómo el individuo, agobiado por la libertad y la incertidumbre, puede buscar refugio en estructuras autoritarias. Fromm señalaba: «El individuo tiene que pagar el precio de la independencia. Es libre, es responsable de sí mismo, y no hay ninguna autoridad superior a él que le dirija y que pueda responder por él en caso de que su vida vaya a la ruina. Esta situación de soledad y desamparo es insoportable para muchas personas» (Erich Fromm, «El miedo a la libertad», p. 28). La fatiga de la libertad, la falta de respuestas convincentes por parte de los partidos tradicionales, crea el caldo de cultivo para el surgimiento de demagogos que prometen orden y seguridad a cambio de la pérdida de la autonomía individual.
El auge del nazismo y del fascismo en el siglo XX sirve como un recordatorio de este proceso. Fromm explica: «La libertad, lejos de ser la posesión eterna de la humanidad, es algo que debe ser conquistado incesantemente, o se perderá» (Erich Fromm, «El miedo a la libertad», p. 11). Los pueblos, cansados de la ineficacia de las democracias liberales y sumidos en crisis económicas y sociales, encontraron en figuras autoritarias la ilusión de una salida, aunque esta significara la renuncia a sus libertades fundamentales, al mismo tiempo que liberaba al individuo de las cadenas tradicionales, lo dejaba solo y desprovisto de las estructuras que le daban sentido y pertenencia.
Fromm identifica tres mecanismos principales de escape a los que el individuo recurre para aliviar esta carga:
Autoritarismo: Implica la tendencia a someterse a una autoridad externa (un líder, una institución, una ideología) o a ejercer control sobre otros.
Destructividad: Es la necesidad de destruir o dañar a otros o al mundo para superar la sensación de impotencia y aislamiento. Al destruir, el individuo siente un poder y control sobre lo que lo amenaza.
Conformidad Autómata: Es el mecanismo más común en las sociedades modernas. El individuo renuncia a su propia individualidad y espontaneidad para adoptar los patrones de pensamiento, sentimiento y comportamiento de la mayoría.
La crisis social en Estados Unidos, exacerbada durante el gobierno de Donald Trump, es un claro ejemplo de cómo el desquicio político se traduce en acciones concretas que avasallan los derechos humanos. La expulsión de inmigrantes, la construcción de muros, la retórica xenófoba y la imposición de un «estado de excepción» como única vía para llevar a cabo un plan de exclusión de lo distinto, representan una política autoritaria que atenta contra los principios democráticos. El «Trumpismo» no es solo una ideología; es una forma de gobierno que, apelando a un nacionalismo exacerbado y a la construcción de enemigos internos y externos, busca consolidar un poder basado en la polarización y la represión.
Byung-Chul Han, en su obra «La expulsión de lo distinto», analiza cómo la sociedad contemporánea, impulsada por la lógica de la «igualdad» y la «positividad (lo considerado como bueno)», tiende a eliminar o invisibilizar todo aquello que no se ajusta a sus parámetros. Tanto en la identificación de judíos como raza inferior por parte de Hitler como en las deportaciones de Trump, se observa un patrón de expulsión de lo distinto, la construcción de un enemigo, la búsqueda de una homogeneidad (racial o nacional) y la aplicación de formas de violencia (ya sea extrema o sistémica) para lograr esa homogeneidad en su afán de eliminar lo identificado como malo y optimizar la igualdad, terminado por destruir la riqueza y la vitalidad que surge de la verdadera otredad.
En Argentina, la utopía neoliberal-conservadora propuesta por Javier Milei se asienta sobre cimientos similares. Su plan de gobierno, que privilegia a una élite financiera y busca la precarización de las mayorías, solo puede ser implementado a través del avasallamiento de los derechos humanos. La represión, el espionaje y la vigilancia de las redes sociales por parte de una policía que atenta contra la libertad de expresión, son herramientas indispensables para sostener un modelo que no goza de consenso social. Como señala Byung-Chul Han, “vivimos en una sociedad del rendimiento donde la presión por la productividad puede llevar a formas de autoexplotación y sumisión voluntaria” (Byung-Chul Han, «La sociedad del cansancio», p. 15). En este contexto, un gobierno que promueve la desregulación total y el desmantelamiento del Estado de Bienestar requiere de una fuerte coacción para imponerse. El endeudamiento irresponsable con el Fondo Monetario Internacional se convierte, además, en una herramienta de sujeción económica que hipoteca el futuro de la nación.
El «desquicio» se extiende más allá de las fronteras nacionales manifestándose en una política exterior irresponsable que agrava conflictos preexistentes. Las guerras en Medio Oriente, y de manera particular el genocidio en Gaza, son ejemplos crudos de cómo la lógica de la exclusión del «distinto» puede escalar hasta la aniquilación. La irresponsable política exterior de Estados Unidos, sumada a la presencia de un presidente mesiánico en Israel, ha contribuido a perpetuar un ciclo de violencia que amenaza la estabilidad global. La idea de una «nueva guerra con Irán» no es un delirio, sino una posibilidad tangible cuando la diplomacia cede su lugar a la retórica bélica.
Franco «Bifo» Berardi, en sus análisis sobre la psicopatología del capitalismo, nos habla sobre los peligros de una sociedad saturada de información y estímulos, donde la sobrecarga sensorial puede llevar a una pérdida de la capacidad de discernimiento y a una mayor susceptibilidad a la manipulación (Franco «Bifo» Berardi, «Fenomenología del fin», p. 45). En este escenario, la simplificación de problemas complejos y la promesa de soluciones mágicas por parte de líderes carismáticos encuentran un terreno fértil.
Para Berardi, el capitalismo, especialmente en su fase financiera y digital, ha entrado en una fase de colapso. Desde su perspectiva, el genocidio en Palestina y la guerra con Irán no son meros conflictos aislados, sino síntomas de un capitalismo en su fase terminal. La violencia extrema y el imperialismo se vuelven mecanismos desesperados para sostener un sistema que ha agotado sus propias capacidades de expansión y que ante el caos incontrolable, recurre a la destrucción y la dominación para prolongar su existencia, incluso si eso significa «destrozar el planeta». La «deserción del futuro» y la ausencia de una alternativa política visible en este «túnel de la guerra» acentúan la sensación de desesperanza que Berardi describe; la búsqueda implacable de productividad y consumo ha deshumanizado la vida cotidiana, generando un agotamiento generalizado y una insatisfacción crónica. El trabajo se percibe menos como una inversión personal y más como una sumisión a la lógica abstracta del capital.
Mientras que para el mismo autor, el Estado y la política han perdido su potencia como organizadores de la voluntad colectiva, el poder real reside en el capitalismo financiero y los algoritmos, que son incontrolables para la acción política tradicional.
Un futuro peligroso: cuando los monstruos emergen
A nivel mundial la brecha entre ricos y pobres no solo no se reduce, sino que se agranda a pasos agigantados, creando un abismo que nos deja sin esperanzas y atenta contra la vida de muchos. Esta desigualdad abismal impulsa el éxodo de migrantes, que huyen de la miseria y la violencia, solo ; encontrar muros y deportaciones en países como Estados Unidos. Mientras la guerra comercial entre EEUU y China se agrava, y se deporta a aquellos que buscan una vida digna, las potencias se dan el lujo de desatar guerras. No es una casualidad que siempre apunten a regiones ricas en recursos, como el petróleo, ya lo hicieron enSiria, IrakyLibia, escenarios de intervenciones militares que destrozaron naciones bajo el pretexto de la «liberación».
El verdadero propósito de Trump, y de aquellos que comparten su visión, no es la libertad que pregonan, sino la colonización de sectores del mundo que tienen recursos naturales. Se banaliza la vida y la muerte, sugiriendo que entre ambas hay una continuidad, una lógica perversa que justifica la masacre. La idea de que «somos muchos en el mundo» se convierte en una excusa para no pensar en el otro, para no repartir, sino para que el fuerte se apropie de lo que tiene o puede conseguir a expensas de un extractivismo brutal aplicado sobre el débil.
Noam Chomsky ha sido incisivo al respecto: «El poder no reside en lo que la gente hace, sino en lo que la gente no hace» (Chomsky, Actos de agresión: Las dos caras de la política exterior estadounidense, 2006). Y en esta inacción, en esta pasividad ante la injusticia, es donde los poderosos encuentran su campo de juego.
La humanidad está en peligro. Estamos viviendo ese intervalo del que habló Antonio Gramsci: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.» (Gramsci, Cuadernos de la Cárcel, Cuaderno 3). Esos monstruos ya están aquí, en las decisiones que se toman, en las vidas que se sacrifican y en la indiferencia ante el sufrimiento.
El desquicio del Poder: de la ironía a la tragedia global
La escena es casi cómica, si no fuera tan alarmante; Elon Musk y Donald Trump, dos titanes narcisistas y la exposición constante, enfrascados en una disputa pública que roza el absurdo. La supuesta «persecución» de Trump hacia Musk, condimentada con ataques verbales y tuits descalificantes, podría fácilmente pasar por una comedia si detrás de escena n-o hubiese un plan macabro. Es desquisiante. Parece una patética exhibición de vanidad en su estado más puro. La disputa escaló rápidamente a través de las redes sociales, con Musk lanzando críticas directas a Trump, incluyendo insinuaciones sobre el caso Epstein y afirmaciones de que sin él, Trump habría perdido las elecciones. Trump, por su parte, reaccionó advirtiendo sobre posibles «consecuencias serias» para las empresas de Musk y sugiriendo la cancelación de contratos y subsidios gubernamentales.
La vergüenza ajena es ineludible cuando vemos a estas figuras, que ostentan un poder inmenso, al verlos comportarse como pibes caprichosos. Se persiguen, se denigran, y se lanzan dardos en un espectáculo digno de un reality show de baja estofa. Y, sin embargo, detrás de esta fachada irónica, se esconde una realidad mucho más oscura y desoladora.
La Sombra del Genocidio y la Locura de la Guerra
La fina línea entre la ironía y la cruda realidad se desvanece por completo cuando la conversación se traslada de las disputas personalistas a las consecuencias de las decisiones políticas. Donald Trump y su visión del mundo nos arrastran a un abismo de terror. Es imposible no conectar su retórica y sus acciones con la devastación que hoy vemos en Gaza, donde un genocidio se despliega ante los ojos del mundo, con la complicidad de un Israel que parece haber perdido su conciencia histórica. La sombra de una guerra abierta con Irán es una amenaza que podría incendiar una región ya de por sí volátil. Aquí no hay ironía posible. Aquí hay una aterradora falta de la prueba de realidad, una ceguera voluntaria ante el sufrimiento humano. Hablamos de la pérdida de la capacidad de mentalizar: ¿Quién es ese otro al que, desde la comodidad de la abundancia se aniquila mediante un un dron?, ¿qué fue de su historia, y qué opina del odio de ambos lados de una frontera sentido durante décadas?; la pérdida de la noción de ese otro, su cosificación y la instrumentalización, es útil para el atacante. En psiquiatría y psicoanálisis, se llama perversión; el otro como instrumento.
La destrucción total es el horizonte, y en manos de estos personajes, la humanidad se asoma al precipicio, dirigida por mentes que parecen estar en un desquicio permanente, operando sin la más mínima empatía o conciencia de las consecuencias.
Como bien señaló Noam Chomsky, «El principal problema de Estados Unidos es su negativa a enfrentar su propia historia y su responsabilidad en el mundo» (Chomsky, Hegemonía o Supervivencia: La búsqueda de la dominación global de Estados Unidos, 2003). Esta ceguera autoimpuesta es palpable en la política exterior que propone Trump, donde la vida humana se convierte en una variable más en la ecuación del poder y la dominación.
Un mañana posible: la esperanza en la ruptura
Ante este panorama de desquicio y barbarie, el filósofo Byung-Chul Han nos recuerda que la esperanza no es una mera expectativa pasiva, sino una fuerza activa de ruptura. No se trata de aguardar un futuro mejor, sino de construirlo en el presente, liberándonos de la inercia y la desesperación. Es en la acción colectiva, en la resistencia frente a la banalización de la vida y la muerte, donde reside la posibilidad de trascender este caos.
Estamos en un tiempo de gestación. Un tiempo que, a pesar de su crudeza, lleva en sí la promesa de un nuevo amanecer. Silvio Rodríguez lo dice mejor:
«La era está pariendo un corazón. No puede más, se muere de dolor. Y hay que acudir, corriendo, a socorrer. O se nos para el tiempo y el después.»
Que este llamado a la acción resuene profundamente. La esperanza, entonces, no es la garantía de un final feliz, sino la urgencia de socorrer, de no dejar que el tiempo y el «después» se nos detengan en medio de la oscuridad. La alternativa a la barbarie es la construcción de la resistencia.
Del terror que paraliza, a la acción vivaz de la verdadera libertad, ¡carajo!
Basta de lo que nos aburre, que nos desvitaliza y nos somete a la tiranía del consumo y la producción. Necesitan autómatas, replicando la fría lógica de las máquinas, en nuestras relaciones, en nuestras vidas. Pero no, la verdadera libertad no se mendiga, se conquista. Y no hablamos de la libertad burguesa, esa que te permite elegir entre dos marcas de yogur o entre veinte series en una plataforma para quedar quieto todo un fin de semana, como las víctimas del mercado farmacéutico, los “zombies” del Fentanilo. Hablamos de la libertad que nace de la acción vivaz, de la calle, de la indignación colectiva que revienta el dique de la pasividad.
¿Quién dijo que las revoluciones necesitan fusilamientos y destrucción? ¡Esa es la narrativa del poder para mantenernos sumisos! Nuestra revolución se gesta en las calles comunes, esas que recuperamos con la autoconvocatoria pacífica. Las marchas, la fuerza indomable de un pueblo que despierta. No quemamos neumáticos, quemamos la indiferencia. No rompemos vidrios, rompemos el silencio cómplice.
La clave está en la autoorganización. En las asambleas donde la voz de cada uno resuena, en el debate colectivo nacen los consensos que debemos elevar al parlamento, no como ruegos, sino como mandatos ineludibles. Porque la soberanía reside en el pueblo. Fue la cristalización de la bronca de los «indignados» en España y en otras ciudades. De esos miles que ocuparon las plazas, que gritaron «¡No nos representan!», hartos de la corrupción, de la precariedad, de la farsa democrática. La indignación colectiva es una fuerza volcánica, capaz de dinamitar lo establecido, de gestar nuevas realidades. Es el motor que nos saca del hastío, de la desesperanza. ¡Es la prueba irrefutable de que no estamos muertos !.
Y en esta senda de insumisión, es imperativo citar a Erich Fromm y su «Elogio de la desobediencia». Fromm nos desafía a romper las cadenas invisibles de la obediencia ciega. Nos dice que la desobediencia no es un acto de caos, sino de profunda moralidad, un acto de amor por la humanidad. Nos invita a cuestionar, a resistir, a no sucumbir a la autoridad si ésta atenta contra nuestra dignidad, contra nuestra libertad intrínseca. En un mundo donde la automatización amenaza con convertirnos en engranajes de una maquinaria sin alma, la desobediencia se erige como el último bastión de nuestra humanidad, la chispa que enciende la llama de la verdadera libertad.
Así que, ¡despertemos de una puta vez! Que la indignación no sea un lamento estéril. Que la calle sea nuestra ágora, las asambleas nuestro faro y la desobediencia nuestro estandarte. ¡Por un mundo donde la vida no sea solo consumo y producción, sino la acción vivaz y creativa de la verdadera libertad.
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