30 mayo, 2025

LO IMPIADOSO: LA ULTRADERECHA Y EL DESMANTELAMIENTO DE LA CIVILIDAD

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Impiadoso

En el fondo, Laje y “los pensadores “ del modelo parecen tener dificultades para alojar al otro. No al otro como enemigo, sino al otro como sujeto: el diferente, el que no se ajusta a las normas, el que encarna una identidad no tradicional.

Escribe: Gabriel Carvallo

En la incierta cartografía de nuestro presente, donde el pulso del tiempo se acelera hasta la distorsión, emerge una configuración política que trasciende lo meramente coyuntural. La figura de Javier Milei, en el singular teatro argentino, no es sino uno mas de una tendencia global que, bajo la retórica de la «libertad» o la «recuperación nacional», se empeña en desandar los caminos de la sensatez y la mínima consideración humana. Aquí, la ultraderecha se manifiesta como la exteriorización de un malestar antiguo, y se alza para desafiar los consensos que se han forjado en pos de una convivencia digna.

La brutalidad, en este contexto, excede la violencia física para convertirse en una violencia estructural y simbólica. Es la brutalidad de la simplificación categórica, la reducción de la complejidad social dualista: «nosotros» contra «ellos», de «productores» contra «parásitos». En esta cosmovisión, el Estado, lejos de ser el garante de la equidad y el marco de la civilidad, es demonizado. Esta brutalidad intelectual se traduce en una despolitización de lo público, donde las decisiones colectivas se subordinan a la vieja «mano invisible» del mercado, que se revela como un mecanismo ciego a las asimetrías y al dolor humano. El discurso se vuelve entonces un arma contundente, no para persuadir, sino para anular, para empobrecer toda vez que se simplifica, para descalificar al disenso y para cimentar una hegemonía de la desconsideración.

El desamparo como política

La compasión, otrora un pilar de la convivencia humana, es denostada como debilidad, como un sentimentalismo que entorpece la «eficiencia» y el «progreso». Se instaura una lógica del «sálvese quien pueda» elevada a categoría moral, donde el desamparo individual no interpela a la comunidad, sino que es imputado al fracaso personal. Las consecuencias de esta visión son palpables en la creciente caída social. Las políticas de ajuste brutal, la desfinanciación de lo esencial (educación, salud, investigación científica), la precarización de la vida misma, no son efectos colaterales indeseados, sino expresiones deliberadas de una visión del mundo que consagra la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. La búsqueda de la rentabilidad a cualquier costo, la mercantilización de la existencia, el desarraigo de todo lazo comunitario que no sea el del interés monetario, revelan una matriz profundamente impiadosa. Es una renuncia explícita a la idea de que la vida humana, en su fragilidad, merece un amparo que trascienda la mera subsistencia económica y la lógica de la supervivencia darwiniana. El que no «llega» es visto como una falla, no como una víctima de un sistema que lo expulsa por su inequidad intrínseca.


El retroceso civilizatorio: la barbarie cultural y la disolución de lo común

El nexo con el retroceso civilizatorio es orgánico e innegable. Si la civilización se define por la progresiva superación de la barbarie, por la construcción de marcos normativos y éticos que regulan la convivencia, por el reconocimiento de la dignidad inherente a todo ser humano, entonces el avance de estas ultraderechas implica una involución fundamental. No se trata solo de un retroceso económico o social, sino de una puesta en crisis de la propia noción de lo humano y de lo colectivo, y, de manera crucial, una disolución progresiva de lo cultural.
Hablando de retroceso civilizatorio, un baluarte de la simplificación y de la huida a la complejidad es un personaje admirado y admirador de Milei, me refiero a Agustín Laje, uno de los “ideólogos” del modelo, si cabe la expresión ante semejante bajo vuelo intelectual. Laje combate lo que denomina «ideología de genero”. Su posición parece querer devolver la sexualidad a un orden biológico cerrado, negando así la riqueza del proceso de subjetivación.
Desde el psicoanálisis, esta posición puede interpretarse como una defensa frente a lo inquietante de la sexualidad: el hecho de que el deseo no responde a normas fijas, que es inconsciente, contradictorio, no gobernado por el yo ni por la biología. Laje, entre otros, proponen disputar la cultura desde una lógica de la guerra y el control, no desde la creación simbólica. Tambien sabemos que para el psicoanálisis, la cultura es también un espacio de sublimación, juego, transformación y elaboración del malestar. La concepción «belicista» de la cultura que ofrecen puede leerse como una fantasía de restauración de un orden perdido, donde no haya conflicto, ambigüedad ni diferencia. Esto se acerca a un funcionamiento obsesivo, donde el sujeto intenta controlar lo simbólico para aplacar la angustia. Pero, como señala Freud, el retorno de lo reprimido es inevitable: lo que se niega retorna como síntoma, como sufrimiento, como división.

En el fondo, Laje y “los pensadores “ del modelo parecen tener dificultades para alojar al otro. No al otro como enemigo, sino al otro como sujeto: el diferente, el que no se ajusta a las normas, el que encarna una identidad no tradicional. El psicoanálisis enseña que no hay yo sin otro, que la subjetividad se constituye en relación. El rechazo al otro es, por lo tanto, una forma de empobrecimiento del psiquismo, una defensa contra la alteridad como fuente de crecimiento. El retorno a lógicas de confrontación tribal, donde la razón es eclipsada por la visceralidad y el respeto por el avasallamiento, nos precipita a un estado pre-civilizatorio donde la fuerza bruta se erige como único árbitro y el enriquecimiento individual se erige como el único valor. La cultura, donde se cementa la identidad colectiva, es vista como un gasto superfluo o, peor aún, como un foco de «adoctrinamiento». Se socavan los pilares de la confianza mutua, de la solidaridad como imperativo ético, del diálogo como herramienta de construcción de consensos. La riqueza de las ideas, el debate de argumentos complejos, la belleza como motor de la existencia, son reemplazados por la algarabía de la inmediatez y la trivialidad.


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