Un testimonio en primera persona de la militancia bajo el fuego de los años setenta.

Escribe: Matías Rosingana

Es el 8 de julio de 1976 y la tapa del diario Clarín titula un mensaje de Videla y cita «Lucha anti subversiva en todos los frentes».

Hace más de dos meses que Argentina vive bajo un gobierno de facto y el ministro del Interior, el General Carlos Harguindeguy, nombra al nuevo jefe de la Policía. Sobre la misión que cumple esta repartición declara: «Sus miembros deben tener presente que el empleo de la fuerza, que presupone reprimir, no es sino la respuesta a la violencia de la subversión».

Son las 7 de la mañana en la ciudad de Buenos Aires y el barrio de la Boca amanece entre el frío y la neblina cuando Sergio «Ell Tano» Bufano se abriga con su gamulán, una bufanda y sale a la calle. Tiene mucho por hacer. Hace ya un tiempo que es «Clandestino» y es integrante del OCPO (Organización Comunista Poder Obrero), un espacio que nuclea a las distintas organizaciones de izquierda no peronistas cuyo brazo militar son las «Brigadas Rojas».

Sergio se baja del colectivo en avenida Estado de Israel y Aguirre, a una cuadra de avenida Corrientes, en el barrio de Villa Crespo, límite con Almagro. Allí lo espera Guillermina, compañera de la organización, ex militante de Montoneros que se incorporó hace poco a las filas del OCPO. Es la primera cita del día.

– ¿Porqué no tomamos un taxi y nos vamos a «Puente Pacifico»? ¿Charlamos un poquito en el taxi? Después tengo que ver a otros compañeros – propone Sergio.

El taxi dobla en su recorrido por Aguirre, y en su costumbre de época Sergio mira hacia atrás y lo que siempre podía suceder finalmente ocurre. Quizás fue una señal, quizás no, pero una vez recorrido poco más de cincuenta metros aparecen dos autos, uno de ellos, un Chevrolet blanco, se «pega al taxi de costado», el taxista frena asustado y del auto se baja un tipo que con una itaca y empieza a golpear el techo del taxi. El otro auto frena detrás, los apuntan a las cabezas, abren las puertas del taxi y los bajan de los pelos. A Sergio lo tiran al piso y le pegan en la cabeza con la culata de un revólver, están nerviosos y excitados, a uno de ellos se le escapa un tiro. A Guillermina la ponen con las manos sobre el baúl del auto mientras la revisan. Los transeúntes miran atónitos, se paralizan, nadie interviene. Algunos miran para otro lado. Es la mañana de un jueves en un barrio transitado y sin embargo eso no evita que los suban a los autos, los encapuchen y se los lleven. Están esposados.

La sirena sobre el techo del auto se abre paso entre el tráfico de una ciudad indiferente. El recorrido es corto. Frenan en doble fila en la puerta de una casa, rápidamente abren las puertas de un garaje, los bajan y a los empujones y a la rastra los meten adentro. Cierran las puertas y los autos se van.

FOTO: Matías Rosingana.

La casa está ubicada en pleno barrio de Caballito, cerca del Cid Campeador. Calle Franklin 943. Su fachada es tradicional y podría ser una casa más de cualquier barrio de la ciudad. Es de color beige y cuenta con una puerta central con un arco de medio punto y dos pequeños faroles. De un lado una gran ventana, también con arco de medio punto, del otro lado está el garaje, sus puertas están compuestas por cuatro hojas plegables. Sobre el garaje hay una ventana, igual a la otra. La construcción de la casa se extiende un piso más arriba.

Tiene detalles que la diferencian de otras. Todos los vidrios de la casa que dan a la calle están espejados. No puede verse que hay adentro.

FOTO: Matías Rosingana.

La casa está totalmente enrejada. Y es que solo así podía funcionar. Es que en esa casa funcionó durante la última dictadura militar un centro clandestino de detención, tortura y también a veces de extermino. Antes de enviar a los militantes a la ESMA, al Olimpo, o a cualquier otro centro clandestino de detención, funcionaban estas casas de «ablande», como decían en la “jerga” los milicos.

Por medio de empujones, golpes y culatazos los suben a los dos por una escalerita corta. Una vez arriba los meten en un cuarto. Acá la vamos a pasar muy mal, pensó Sergio, y simulando un paro cardiaco se deja caer al piso. Comienza a recibir más patadas.

– Llévenla a ella al cuarto de al lado- dijo el jefe.

– ¿Vos que tenés ?, le pregunta a Sergio.

– Sufro del corazón

– ¿Qué tomás ?

– Coramina- responde Sergio.

– Anda a comprar coramina- ordena el jefe a uno de sus hombres.

Al mismo tiempo, en el cuarto de al lado desnudan a Guillermina, la atan a la «Parrilla» y comienzan a torturarla con la picana eléctrica. En ese momento en el cuarto donde está Sergio ponen la radio a todo volumen, pero hay un inconveniente, ya que la picana eléctrica hace interferencias en la radio. Así que uno de ellos va hacia el tocadiscos y ponen a todo volumen un disco de Mercedes Sosa. Sergio no podría volver a escucharla nunca más.

– ¿Vos tenes algo que ver con Bufano, el periodista de “La Prensa” que trabaja en Casa Rosada? le preguntan a Sergio. El no duda en afirmarlo, no sabe si le van a creer pero su único objetivo es ganar tiempo hasta el momento en que lo desnuden.

– Sí, es mi papá, yo trabajo en el diario también.

Le hacen tomar un medicamento, quizás sea un calmante. Sergio sigue con la simulación y respirando con mucha dificultad, tanto respirar solo por la boca hace que la campanilla se le estire casi hasta los dientes. Le quitan el gamulán, empiezan a revisarle la ropa y le quitan las esposas pero aun sigue encapuchado. Los movimientos no se detienen. Los oye ir y venir.

– Quédate acá porque si te movés te disparo- le advierte. Tiene acento alemán. Es el más jodido, el más «duro» de ellos. Comienza a pegarle. La golpiza se extiende por horas, mientras se siguen oyendo los gritos de Guillermina del cuarto contiguo, Sergio continúa simulando con la respiración y sigue agitándose más hasta que se hace un silencio y se escucha a Guillermina tirar un dato. Una dirección falsa que detiene el dolor de la tortura.

Sonidos de preparación de armas, pasos y mucho movimiento. Como una manada salvaje la patota sale a la calle. Ya es de noche, y Mercedes Sosa no suena más. Una guardia de dos hombres quedan en la casa. Uno con Sergio, el otro con Guillermina. El que está con Sergio entra y sale. Va hasta el cuarto de Guillermina y vuelve. Comienza a preguntarle a Sergio de dónde la conoce, que hace con ella, empiezan a tratar de buscar contradicciones. Sergio se mantiene firme en sus respuestas. Continúa sosteniendo que es periodista del diario “La Prensa”y vuelven y amenazan con matarlo y van a ver a Guillermina y vuelven y Sergio empieza a dudar, no sabe el nombre de Guillermina pero dijo que son amigos y todo se vuelve más tenso que antes hasta que el guardia se vuelve a ir y en esta oportunidad Sergio se levanta la capucha.

El lugar está abandonado y sucio, todo está tirado por el suelo. Un colchón, papeles de diario y el tocadiscos. Sergio busca con su mirada. Está tratando de encontrar si hay un arma, solo piensa en matarse, sabe que viene lo peor, compañeros suyos que habían sobrevivido a dictaduras anteriores se lo contaron. Mientras en reiteradas oportunidades el guardia va y viene, Sergio se levanta la capucha, pero no se anima a pararse de la silla, y así cada vez hasta que junta valor y piensa «yo me juego entero». Este lugar es como los refugios nuestros, seguro debe haber algún arma sobre alguna mesa, piensa Sergio. El tipo vuelve a salir y Sergio se levanta, camina tres o cuatro pasos, el suelo es de madera, cruje, vuelve a sentarse. El miedo y la ansiedad se entremezclan con la desesperación. Sabe que las posibilidades no son muchas, necesita un arma para volarse la cabeza.

Así que esta vez, se vuelve a levantar, pisa suavemente tratando de evitar el crujir del piso y lentamente alcanza al pasillo que daba a la escalerita por donde los habían subido y la puerta que da a la calle. En el pasillo hay una biblioteca y Sergio se pone a buscar en ella sin éxito a ver si encuentra una pistola. Baja hasta la puerta que da a la calle, está cerrada. Camina hasta el garaje por el mismo sitio que los habían entrado y se encuentra con un auto, es un Fiat 600, abre lentamente la puerta y revisa la guantera, luego debajo de los asientos delanteros. No hay una sola arma. Al levantar la cabeza ve que las puertas del garaje están trabadas con un destornillador cruzado entre las manijas. Observa con detenimiento. Quita el destornillador y al abrir las puertas crujen y el chillido es inevitable.

Sergio se encuentra en la calle, asustado y con la cara ensangrentada por los golpes recibidos, tiene un destornillador en su mano, mira alrededor y sale corriendo hacia la izquierda y cuando llega a la esquina mira hacia atrás, todavía no salió nadie. Sigue corriendo hasta que se topa con una estación de servicio, es una YPF. Mira detenidamente y se da cuenta que está en el Cid Campeador. En la estación de servicio hay una fila de autos estacionados, intenta abrir alguno para escaparse, todos están cerrados. Empieza a caminar hacia el cruce de las avenidas, en el Cid Campeador se entrecruzan varias avenidas entre ellas, Diaz Velez, San Martín y Gaona. Del otro lado está la avenida Angel Gallardo. Un colectivo acaba de arrancar, Sergio se agarra de las manijas, parado sobre los estribos grita que acaba de tener un accidente. El chofer frena y le abre las puertas. Sergio le explica que no tiene dinero.

-Pasa, pero si sube el inspector te bajás, le advierte el chofer.

Sergio camina lentamente hasta el fondo entre las pocas personas que están sentadas. Lo miran en silencio. Intenta secarse el rostro y guarda el destornillador, le duele el cuerpo. Quizás me estén persiguiendo y crucen los autos delante del colectivo piensa, mientras mira hacia atrás. Está aterrado. Es casi la una de la mañana cuando se baja en una esquina de avenida Córdoba, en el centro de la ciudad. La suerte juega a su favor. Y es que a dos cuadras está el estudio de una abogado amigo suyo, también militante, sabe que trabaja de noche. Allí se baña, se afeita y se cambia de ropa. También consigue dinero. Se va.

Sergio llega hasta la casa de una compañera, es su ex mujer. Ella contacta a otros compañeros de la organización. Se suben todos armados a un auto, son cuatro y el objetivo es uno, rescatar a Guillermina. La noche es cerrada, fría y desierta. Lentamente avanzan sobre la calle Franklin hasta llegar a la casa. La casa está vacía y desierta, las puertas del garaje abiertas de par en par.

«Durante muchos días vigilamos la casa, quizás unas dos semanas. Nunca volvimos a saber de Guillermina, una compañera sobreviviente me dijo que la vio un tiempo breve en la ESMA», dice Sergio.

Guillermina estaba embarazada al momento de su detención, sus restos nunca fueron encontrados. Es una desaparecida, me cuenta Sergio en el living de su casa mientras tomo anotaciones en mi cuaderno.

Sergio Bufano.Foto: Matías Rosingana.

Bufano se exilió en México, donde realizó la denuncia en la Organización de las Naciones Unidas. Volvió recién en 1983, tras la asunción de Raúl Alfonsín como presidente electo democráticamente.

El Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado dice que Guillermina fue llevada a Campo de Mayo, al «Campito», donde hizo tareas de limpieza. En 1977, pasó a la ESMA. Según la declaración de un sobreviviente de ese centro clandestino de detención y exterminio, Guillermina estaba embarazada de tres meses cuando la secuestraron. No se sabe qué pasó con su hijo. Estos relatos hacen presuponer que la casa de la calle Franklin era un centro clandestino de detención de tránsito.

Sergio Bufano (1943), periodista y escritor fue militante de la izquierda armada durante los años setenta. Se exilió en México en 1977, donde fue miembro fundador de la revista Controversia, publicada por intelectuales de origen marxista y peronista. En Argentina participó en la revista La Ciudad Futura y en el Club de Cultura Socialista. Fundador y codirector de Ejercitar la Memoria editores, publicó durante una década la revista Lucha Armada en la Argentina, donde se debatió críticamente el papel de la violencia política. Es autor de Cuentos de guerra sucia (Premio Nacional de Bellas Artes, México, 1983); Diccionario de la Injuria (2006); Harpías y Nereidas, pasiones y muertes en los setenta (2007); Una bala para el comisario Valtierra (España 2012; Italia 2015); coautor de Perón y la Triple A, las 20 advertencias a Montoneros (2015); Apuntes de un hereje, nacer con el peronismo (2022). Publica artículos en diarios y revistas nacionales y del exterior.

Sobre su último libro La Balada de los Muertos (2024, editorial Prometeo)

Este no es un libro para los cultores de la memoria ejemplar. Tampoco de testimonios, ni de relatos fantásticos, ni de cuentos; vaya a saber en qué categoría incluirlo, si es que existe esa categoría. Es un texto en el que la vida, la muerte y la historia de un puñado de hombres y mujeres se confunden con la subjetividad del relator que se atribuye el derecho de rescatarlos de tumbas ocultas y darles la palabra. Que puede ser desafiante, desesperada, a veces cínica. Porque eran seres con todas las virtudes y todas las sombras que hacen de los humanos lo que los humanos somos”.

Sergio Bufano. FOTO: Matías Rosingana.

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