EL PELIGRO DE QUE TODO SEA ECONÓMICO

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¿Existe acaso algo más frívolo y mercantilista que creer que todos los males que pueden acongojar a una persona, a un país y a una sociedad, son estrictamente de origen económico?

Escribe: Alejo Álvarez Tolosa

Publicada originalmente por Contraeditorial

¿Existe acaso algo más frívolo y mercantilista que creer que todos los males que pueden acongojar a una persona, a un país y a una sociedad, son estrictamente de origen económico? ¿No es presuntuoso y altanero suponer que el círculo sobre el que hacer girar a un país comienza, se desarrolla y termina en el dinero? ¿O en la falta de él? O peor, ¿en la mera acumulación? Si la respuesta a todas las preguntas es la misma -el dinero-, entonces deja de ser la respuesta el meollo de la cuestión y, consecuentemente, uno debe empezar a preguntarse si no estará, acaso, haciendo las preguntas equivocadas. Y es que el dinero es una de muchísimas necesidades, aunque no la única, y quien crea lo contrario, bueno, no caerá más que en la triste crematomania.

Existe una vieja historia que advierte, incluso, del peligro que supone exagerar exponencialmente una solución hasta el punto de hacer, de ella, el costo que finalmente se agregará al problema inicial; al equivocado sendero que se tomó en primer lugar. El Rey Pirro, de Epiro, Griego, libró contra los Romanos la batalla de Heraclea y la de Ásculo, durante lo que se denominó las guerras Pírricas. El ejercito Griego sufrió importantísimas bajas insustituibles, a pesar de alcanzar finalmente el triunfo. Otra victoria más como esta, y estaremos perdidos, enunció el Rey. De ahí surge el término Victoria Pírrica, usado para denominar a aquellas soluciones que final, e irónicamente, cuestan más de lo que dan. El ejemplo histórico es un buen punto de partida para evaluar, de manera objetiva y sincera, no el costo de las cosas que nos arrebatan, sino el valor real, y a veces inmaterial, de tenerlas. Y, sobre todo, de aquellas a las que, sumidos en el obtuso camino de un único fin, acabarán sin lugar a dudas, destruyendo. Ése es el peligro de que todo sea, o piensen que sea, o convenzan de que sea, económico. Y es que, sencillamente, y enhorabuena, hay demasiadas cosas que todavía no lo son.

El fin jamás justifica los medios. Menos aún cuando el fin es que sea justamente eso: el fin. La paradoja no es cómica, sino triste, y lo único que debería generar no es asombro, sino, terror. Un buen ejemplo, aunque tan solo uno de tantos, es el desfinanciamiento llevado adelante con empeño y tintes de represalia, hacia las Universidades Públicas, igualando el presupuesto del año corriente con el del año pasado. El contexto es por demás explícito y conocido, al igual que la evidente intención del gobierno nacional. Y, parafraseando al presidente, aunque de manera inversa: cualquier argentino de bien debería estar en contra de ello. ¿Quién podría estar en contra de la educación? ¿Quién pretende un país menos culto? ¿No es, acaso, y por excelencia, la educación, la mejor herramienta de transformación social? ¿Ir en contra de la educación no es, claramente, un atropello sobre la mismísima democracia? ¿El desfinanciamiento es la mejor herramienta que tiene para ofrecer el libertario especialista en crecimiento económico con y sin dinero? Otro ejemplo: la licuadora de jubilaciones y pensiones que acumulan un 35% de ajuste en lo que va del año, manteniéndolas pisadas y sin actualización por fórmula. La ironía suprema: el ajuste sobre los jubilados y la educación son celebrados como victorias por buena parte de la dirigencia oficialista, y convalidadas mediante omisión e inacción por parte de otra buena porción de la misma dirigencia mezquina que pulveriza rápidamente a la sociedad para lograr un fin. En fin: otra victoria más como esta y estaremos perdidos.

¿No avergüenza una administración que prefiere la dureza con los débiles, y no lo contrario? ¿Quién puede defender el hambre y el ataque sobre, a pesar de que tanto se jactaron de defenderla, la propiedad privada? ¿Qué lógica admite empobrecer a los pobres en lugar de, por ejemplo, aumentar impuestos a los más ricos? ¿Estamos dispuestos, como sociedad, a gozar de una economía (suponiendo que lo consiga) sin inflación, a costa del hambre de los jubilados y de obtener, a corto, mediano, y largo plazo, una sociedad carente de educación? ¿No es, la generalización peyorativa e injusta, al final, la excusa más cobarde y torpe para esconder las propias faltas? ¿Por qué la sociedad se moviliza ante la suba de retenciones al campo cruzando tractores en el centro porteño, o ante el intento de expropiar una empresa cerealera que le debía (aún no lo hace) al Banco Nación más de mil millones de dólares, y no cuando un jubilado queda debajo de la línea de pobreza después de haber trabajado toda su vida? ¿Serán el cinismo y la maldad contagiosas o, tristemente, una realidad más contemporánea de lo que algunos queremos o podemos ver? Quizá, al final, en eso sí, y únicamente, el presidente tenga la razón: no la vemos (a la vida de la manera que ellos sí).

El peligro de creer que todo es económico radica en que, inherentemente, acabaremos convirtiéndonos, si ya no sucede, en seres que no conforman una sociedad, propiamente dicho, sino en la suma de individualidades mezquinas y altaneras en donde lo que prima, o primará, es que se salve quien pueda y que cada uno valga lo que pueda pagar. El brutal ajuste (económico, cultural, educacional y sanitario) no es sino una excusa que esconde, detrás, lo más soez de la política, y que no tiene otra intención, vacua y dañina, que la de destruir el futuro. Y todo eso convalidado con la incesante repetición de la liturgia monetaria como si fuera el hit de un verano demasiado frío y largo.


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